Papas en costales y silencios en el alma: Un relato desde el corazón de los Andes

—¿Por qué no me hablas, mamá? —le pregunté una vez más, mientras sus manos ásperas seguían pelando papas sobre el viejo costal. El silencio era tan denso en la cocina que podía oír el latido de mi propio corazón, golpeando fuerte contra el pecho, como si quisiera escapar de ese lugar.

Mi nombre es Mariana, y crecí en una pequeña comunidad perdida entre las montañas del sur del Perú. Nuestra casa era de adobe, con techo de calamina que crujía cada vez que el viento bajaba desde las cumbres nevadas. Mi madre, Rosa, siempre fue una mujer dura, pero desde que papá se fue —o mejor dicho, desde que desapareció sin dejar rastro—, algo en ella se rompió. No lloró, no gritó, solo se volvió más callada, más distante. Y yo, con apenas quince años, tuve que aprender a leer sus silencios como quien descifra un idioma secreto.

—No preguntes tanto, Mariana. Mejor ayúdame con las papas —me respondía a veces, sin mirarme a los ojos.

Pero yo no podía dejar de preguntar. ¿Por qué papá se fue? ¿Por qué mamá ya no me abrazaba? ¿Por qué sentía que la casa entera estaba llena de palabras no dichas?

Las vecinas murmuraban detrás de las cortinas: “Dicen que don Ernesto tenía otra familia en Arequipa”. “Que Rosa lo corrió por celosa”. “Que Mariana es igualita a él, pero más triste”. Yo escuchaba todo eso cuando iba al mercado a vender los quesos que hacíamos con la leche de nuestras dos vacas flacas. Aprendí a endurecer la cara, a no dejar que las lágrimas me traicionaran frente a los demás.

Una tarde, mientras recogía papas en el campo, vi a mi madre sentada sobre una piedra, mirando hacia el horizonte. Me acerqué despacio y me senté a su lado. El sol caía detrás de los cerros y el aire olía a tierra mojada.

—¿Tú crees que papá va a volver? —le pregunté casi en un susurro.

Ella apretó los labios y cerró los ojos por un momento. Cuando habló, su voz era apenas un hilo:

—A veces es mejor que no vuelvan los que se van…

No entendí sus palabras hasta mucho después.

Las peleas entre mamá y yo se hicieron más frecuentes. Yo quería respuestas; ella solo quería silencio. Una noche, después de una discusión especialmente dura —yo le grité que estaba cansada de vivir como si fuéramos fantasmas—, ella me miró con una tristeza tan profunda que sentí que me ahogaba.

—Tú no sabes nada, Mariana. No sabes lo que es perderlo todo y tener que seguir —me dijo antes de encerrarse en su cuarto.

Esa noche lloré hasta quedarme dormida sobre el costal de papas en la cocina. Soñé con papá llamándome desde lejos, pero cuando corría hacia él, siempre desaparecía entre la neblina.

Pasaron los meses y la soledad se volvió mi única compañera. Los días eran iguales: ordeñar las vacas al amanecer, ayudar a mamá en el campo, vender quesos en el mercado y regresar a casa para encontrarla sentada junto al fogón, perdida en sus pensamientos.

Un día encontré una carta escondida entre los costales de papas. Era de papá. Decía que lo sentía, que no podía volver porque había cometido errores imperdonables. Hablaba de una deuda grande y peligrosa, de hombres malos que lo buscaban. Decía que nos amaba pero que era mejor así.

Me temblaban las manos mientras leía. Sentí rabia, tristeza y un alivio extraño al saber la verdad. Corrí donde mamá y le mostré la carta. Ella la leyó en silencio y luego rompió a llorar como nunca antes la había visto.

—Perdóname, hija —me dijo entre sollozos—. Quise protegerte del dolor… pero solo te hice daño.

Nos abrazamos por primera vez en años. Lloramos juntas hasta que ya no quedaron lágrimas.

Desde ese día, algo cambió entre nosotras. No fue fácil sanar las heridas ni llenar los vacíos que dejó papá. Pero poco a poco aprendimos a hablarnos sin miedo, a compartir el dolor y también las pequeñas alegrías: una buena cosecha de papas, una tarde soleada sin lluvia, una risa compartida mientras hacíamos queso.

A veces todavía siento ese silencio pesado en el alma, sobre todo cuando cae la noche y escucho el viento entre las montañas. Pero ya no estoy sola. Mamá y yo aprendimos que incluso en medio de la pérdida y la ausencia se puede encontrar perdón y esperanza.

¿Será posible realmente sanar cuando los secretos familiares salen a la luz? ¿O solo aprendemos a vivir con las cicatrices? ¿Ustedes también han sentido ese silencio en casa alguna vez?