Perdí el amor, pero encontré una familia
—¿Por qué sigues aquí, Tomás? —me preguntó Lucía, su voz tan fría como el café olvidado en la mesa.
No supe qué responder. La lluvia golpeaba los ventanales del pequeño departamento en el centro de Medellín, y yo sentía que cada gota era una cuenta regresiva para el final. Ocho años juntos, sin hijos, sin peleas estruendosas, pero también sin pasión. Nuestra vida era tan plana como la Avenida Oriental a las seis de la mañana: nadie, nada, solo el eco de nuestros pasos.
Esa noche, mientras Lucía dormía de espaldas a mí, pensé en irme. Sin gritos ni portazos, solo desaparecer. Salir por pan y no volver jamás. ¿Quién me extrañaría? ¿Quién notaría mi ausencia? Mi madre había muerto hacía años, mi padre vivía en otra ciudad y apenas nos hablábamos. No tenía hermanos. Lucía tenía su mundo: sus amigas del trabajo, sus libros, su rutina. Yo era un mueble más en la casa.
Al amanecer, empaqué una muda de ropa y mi guitarra vieja. Dejé una nota breve: “No sé cuándo volveré. Perdón.” Salí al frío de la mañana y caminé sin rumbo hasta la terminal de buses. Compré un tiquete al primer pueblo que apareció: Jardín.
El viaje fue largo y silencioso. Miraba por la ventana los cafetales y las montañas envueltas en neblina. Sentí miedo, pero también un extraño alivio. ¿Era esto libertad o simplemente cobardía?
Al llegar a Jardín, busqué una pensión barata. La señora que la atendía, doña Mercedes, me miró con desconfianza.
—¿Viene por trabajo o por problemas? —preguntó.
—Por ambos, creo —respondí, intentando sonreír.
Me dio una habitación pequeña con una cama dura y una ventana que daba a un patio lleno de gallinas. Esa noche dormí poco. Soñé con Lucía llorando en la cocina, pero al despertar supe que era solo mi culpa hablándome al oído.
Los días pasaron lentos. Conseguí trabajo en una panadería del pueblo. Don Ernesto, el dueño, era un hombre seco pero justo.
—Aquí se viene a sudar —me advirtió—. Si no le gusta madrugar, mejor siga su camino.
Me adapté rápido. El olor del pan caliente me recordaba los domingos de mi infancia en casa de mi abuela en Envigado. Los clientes eran gente sencilla: campesinos, amas de casa, niños con uniforme escolar. Empecé a sentirme útil otra vez.
Un sábado por la tarde, mientras afinaba mi guitarra en la plaza, se me acercó una niña de unos ocho años.
—¿Usted sabe tocar “La gota fría”? —preguntó con ojos brillantes.
—Claro —le respondí—. ¿Te gusta el vallenato?
Asintió con entusiasmo y se sentó a mi lado. Pronto llegaron otros niños y hasta algunos adultos curiosos. Toqué canciones viejas y nuevas; por primera vez en mucho tiempo sentí que pertenecía a algún lugar.
Entre el público estaba Mariana, la profesora del colegio del pueblo. Morena, de cabello rizado y sonrisa franca.
—Tienes talento para alegrar corazones cansados —me dijo después del improvisado concierto.
Nos hicimos amigos rápidamente. Mariana me invitaba a las actividades del colegio: festivales de música, ferias de libros, hasta partidos de fútbol entre profesores y alumnos. Me convertí en el “tío Tomás” para muchos niños que no tenían papá en casa.
Una tarde lluviosa, Mariana me confesó:
—Muchos aquí cargamos heridas viejas. Yo también perdí algo importante hace años… pero aprendí que uno puede armar una familia con quienes lo rodean, aunque no compartan sangre.
Sus palabras me golpearon fuerte. Pensé en Lucía y en todo lo que había dejado atrás. ¿Había hecho bien? ¿O solo estaba huyendo?
Un día recibí una carta inesperada. Era de Lucía:
“Tomás,
No sé si leerás esto algún día. Al principio te odié por irte así, sin explicaciones. Pero después entendí que ambos estábamos vacíos. Yo también necesitaba encontrarme lejos de ti. Espero que estés bien y que hayas encontrado lo que buscabas.”
Lloré como no lo hacía desde niño. Sentí alivio y tristeza al mismo tiempo. Cerré los ojos y recordé los días grises junto a ella; no había odio, solo resignación.
Con el tiempo, Mariana y yo nos hicimos inseparables. No éramos pareja; éramos compañeros de vida. Ella tenía un hijo pequeño, Julián, que pronto empezó a llamarme “papá Tomás”. Al principio me asustó ese título; sentía que no lo merecía. Pero Mariana me tranquilizó:
—La familia es quien te cuida y te acepta como eres.
En Navidad organizamos una cena para los niños del pueblo cuyos padres estaban lejos o ausentes. Esa noche, mientras veía a Julián abrir su regalo y reírse con los demás niños, sentí algo que nunca había sentido antes: pertenencia.
No todo fue fácil. Hubo días en que extrañaba mi antigua vida: las caminatas con Lucía por el centro de Medellín, los domingos viendo fútbol juntos aunque no habláramos mucho. Pero aprendí a soltar el pasado sin rencor.
Un año después de mi llegada a Jardín, don Ernesto me ofreció ser socio de la panadería.
—Usted le devolvió la alegría a este lugar —me dijo—. Se nota cuando uno trabaja con el corazón.
Acepté sin dudarlo. Por primera vez sentí que tenía un futuro propio.
Hoy miro atrás y entiendo que perder el amor no fue el final; fue el comienzo de otra historia. Una historia donde aprendí que la familia se construye día a día, con gestos pequeños y honestos.
A veces me pregunto: ¿cuántos de nosotros seguimos atados a relaciones vacías por miedo a estar solos? ¿Cuántos dejamos pasar la oportunidad de encontrar una familia verdadera por temor al cambio?
¿Y tú? ¿Te atreverías a empezar de nuevo si supieras que al otro lado del dolor hay esperanza?