Por Ella, Haría Cualquier Cosa: Mi Madre No Acepta a Mi Novio
—¡No lo quiero en esta casa, Mariana! —gritó mi mamá, con la voz quebrada y los ojos llenos de rabia y miedo.
Yo estaba parada en la cocina, con las manos temblorosas y el corazón latiendo tan fuerte que sentía que iba a explotar. Afuera, la lluvia golpeaba los vidrios de nuestro pequeño departamento en Iztapalapa, como si el cielo también estuviera llorando con nosotras. Julián acababa de salir, después de intentar una vez más ganarse el respeto de mi madre. Pero ella ni siquiera le dio la oportunidad de hablar.
—Mamá, ¿por qué no puedes verlo como yo lo veo? —le pregunté, casi suplicando—. Julián es bueno, trabajador…
—¡No me importa! —me interrumpió—. ¿No ves que es igual que tu padre? Prometen el cielo y la luna, pero al final solo traen desgracias.
Sentí un nudo en la garganta. No era la primera vez que discutíamos por Julián, pero esta vez dolía más. Quizá porque estaba cansada de pelear, o quizá porque ya no era una niña. Tenía 22 años y estaba a punto de graduarme de la universidad, algo que mi mamá siempre soñó para mí. Pero ahora parecía que nada era suficiente.
Mi historia con Julián empezó hace dos años, cuando lo conocí en la biblioteca de la UNAM. Él estudiaba ingeniería y trabajaba por las noches como repartidor para ayudar a su familia en Ecatepec. Desde el primer momento me enamoré de su sonrisa tímida y su manera de escucharme como si mis palabras fueran importantes. Pero para mi mamá, Julián era solo «el hijo del mecánico», alguien que jamás podría entender nuestras heridas ni darnos estabilidad.
La herida más grande era la que dejó mi papá. Cuando tenía 15 años, él se fue con otra mujer. Lo peor fue que no se fue lejos: se trajo a esa mujer a vivir con nosotras porque no podía pagar otro lugar. Durante un año entero compartimos techo con su traición. Yo veía a mi mamá llorar en silencio cada noche, mientras fingía ser fuerte durante el día. Hasta que un día explotó y los echó a ambos a la calle. Desde entonces, mi mamá se volvió desconfiada y dura. Todo lo que hacía era para protegerme, pero a veces sentía que su amor era una jaula.
—No quiero que repitas mi historia —me decía siempre—. Los hombres así solo saben romper corazones.
Pero Julián no era mi papá. Él me acompañó cuando tuve que trabajar medio tiempo para pagar mis libros, cuando mi mamá enfermó y no teníamos dinero para medicinas, cuando sentí que el mundo se me venía encima. Él estuvo ahí, sin pedir nada a cambio.
Aun así, cada vez que venía a casa, mi mamá encontraba una excusa para humillarlo: «¿Por qué no estudias algo mejor?», «¿Y tus papás qué hacen?», «Seguro ni sabes cocinar». Yo trataba de mediar, pero terminaba llorando en mi cuarto mientras escuchaba sus gritos desde la sala.
Un día, después de una pelea especialmente dura, Julián me abrazó en la esquina del parque y me dijo:
—Mariana, yo te amo, pero no puedo seguir viendo cómo sufres por mí. Si quieres que me aleje…
—No digas eso —le respondí entre lágrimas—. Eres lo mejor que me ha pasado.
Pero el miedo me carcomía por dentro. ¿Y si mi mamá tenía razón? ¿Y si estaba repitiendo su historia sin darme cuenta?
Las cosas empeoraron cuando Julián me pidió matrimonio. Me dio un anillo sencillo, comprado con meses de ahorros. Yo dije sí sin dudarlo, pero cuando se lo conté a mi mamá, ella rompió en llanto y me dijo que si me casaba con él, me olvidara de ella.
—¿Eso quieres? ¿Verme sola otra vez? —me gritó—. ¡Después de todo lo que he hecho por ti!
Me sentí atrapada entre dos amores imposibles: el de mi madre y el de Julián. Empecé a faltar a clases, a encerrarme en mi cuarto, a evitar las llamadas de mis amigas. Mi mamá intentó convencerme de salir con otros chicos: «Mira a Rodrigo, el hijo del doctor; él sí te puede dar una buena vida». Pero yo solo pensaba en Julián.
Una noche escuché a mi mamá llorar en la cocina. Me acerqué despacio y la vi con una foto vieja de mi papá entre las manos.
—¿Por qué no puedes confiar en mí? —le pregunté suavemente.
Ella me miró con los ojos rojos y dijo:
—Porque tengo miedo de perderte como lo perdí a él.
En ese momento entendí que su rechazo no era solo por Julián, sino por el terror de quedarse sola otra vez. Me senté a su lado y la abracé fuerte.
—Mamá, yo también tengo miedo —le confesé—. Pero no puedo vivir tu vida ni tus miedos. Tengo que vivir los míos.
Esa noche hablamos hasta el amanecer. No resolvimos todo, pero por primera vez sentí que me escuchaba de verdad.
Hoy sigo luchando por encontrar un equilibrio entre el amor por mi madre y el amor por Julián. No sé si algún día ella lo aceptará completamente, pero sé que debo tomar mis propias decisiones.
A veces me pregunto: ¿cuánto estamos dispuestos a sacrificar por nuestros padres? ¿Hasta dónde llega el amor antes de convertirse en una cadena? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?