Por fin decidí dejar que mi hijo creciera: una historia de amor, miedo y libertad

—¡Santiago, no salgas! ¡Está lloviendo y te vas a enfermar!— grité desde la cocina, con el corazón en la garganta. Mi hijo, con sus diecisiete años recién cumplidos, me miró desde la puerta con esa mezcla de ternura y fastidio que sólo los adolescentes saben mostrar.

—Mamá, sólo voy a la tienda. No me va a pasar nada— respondió, pero yo ya sentía el sudor frío en las manos y el nudo en el estómago. ¿Y si le pasaba algo? ¿Y si no volvía? ¿Y si…?

Me llamo Mariana López. Nací y crecí en un barrio popular de Medellín, donde las balas perdidas eran más comunes que los atardeceres tranquilos. Mi papá, Don Ernesto, era taxista; mi mamá, Doña Rosa, vendía empanadas en la esquina. Desde pequeña aprendí que la vida era dura y que había que cuidarse de todo y de todos. Cuando quedé embarazada a los dieciocho años, justo después de graduarme del colegio, mis sueños de estudiar psicología se desvanecieron como el humo de las arepas en la mañana.

El papá de Santiago, Julián, era mi novio del colegio. Tenía una sonrisa fácil y promesas aún más fáciles. Cuando supo del embarazo, intentó buscar trabajo, pero aquí los sueños se ahogan rápido. Al final, se fue a Bogotá «a buscar futuro» y nunca volvió. Mis padres me recibieron en casa con una mezcla de resignación y cariño. «Aquí no falta comida, pero tampoco sobra», decía mi mamá mientras me pasaba el delantal para ayudarla con las empanadas.

Los primeros años con Santiago fueron duros. Yo era apenas una niña criando a otra. Me prometí que él nunca sufriría lo que yo sufrí; que lo protegería de todo mal, aunque eso significara encerrarlo en una burbuja. Cada vez que salía al parque, lo seguía con la mirada como un halcón. Si se caía, corría antes de que tocara el suelo. Si lloraba, le ofrecía dulces y abrazos hasta que se calmaba.

Mis amigas del barrio decían que era exagerada. «Déjalo ser niño, Mariana», me decía Paola mientras tomábamos tinto en la acera. Pero yo no podía. El miedo era más fuerte que la razón.

Santiago creció entre mis brazos y mis miedos. Era un niño dulce, callado, siempre pegado a mi falda. Cuando entró al colegio, lloré más yo que él. Cada vez que llegaba tarde, mi corazón latía como si fuera a explotar. Una vez, cuando tenía diez años, se perdió por media hora porque se fue con un amigo a comprar helado sin avisar. Esa noche no dormí; lo abracé tan fuerte que casi lo asfixio.

Los años pasaron y Santiago empezó a cambiar. Ya no quería contarme todo; prefería encerrarse en su cuarto con la música a todo volumen o salir con sus amigos del barrio. Yo sentía que lo perdía poco a poco y eso me aterraba.

Un día discutimos fuerte. Él quería ir a una fiesta de quince años en el barrio vecino. Yo me negué rotundamente.

—¡No entiendes nada! ¡No soy un niño!— gritó él.

—¡Eres mi hijo y te cuido porque te amo!— respondí yo, con lágrimas en los ojos.

Esa noche no cenó conmigo. Se encerró en su cuarto y yo me quedé sola en la mesa, mirando su plato intacto.

Mis padres intentaron mediar.

—Mariana, tienes que dejarlo crecer— dijo mi papá mientras jugaba dominó en la sala.

—¿Y si le pasa algo?— pregunté yo.

—¿Y si no le pasa nada?— respondió él.

Esa pregunta me persiguió durante semanas.

Un sábado por la tarde, Santiago llegó con una noticia: había pasado las pruebas para una beca deportiva en una universidad pública de Cali. Yo sentí orgullo y terror al mismo tiempo.

—Mamá, quiero irme a estudiar allá— me dijo con una sonrisa tímida.

—¿Tan lejos? ¿Y si te enfermas? ¿Y si te roban? ¿Y si…?— empecé a decirle todas mis preocupaciones.

Él me miró con paciencia infinita.

—Mamá, tengo que aprender solo. No puedes protegerme siempre.

Esa noche lloré como nunca antes. Me sentí egoísta por querer retenerlo; sentí rabia conmigo misma por no haberle dado alas antes.

La semana antes de su viaje fue un torbellino de emociones. Le preparé su maleta mil veces; le metí dulces, estampitas de santos, remedios para el resfriado y hasta una carta donde le pedía que nunca se olvidara de llamarme todos los días.

El día de su partida fue gris y lluvioso. En la terminal de buses lo abracé tan fuerte como cuando era niño.

—Te amo, hijo— le susurré al oído.

—Yo también te amo, mamá. Voy a estar bien— me respondió con esa voz segura que ya no reconocía como la del niño que crié.

Vi cómo subía al bus y cómo se alejaba entre la multitud. Sentí un vacío inmenso pero también una extraña paz.

Las primeras semanas fueron difíciles. Lloraba cada vez que veía su cuarto vacío; revisaba el celular cada cinco minutos esperando un mensaje suyo. Pero poco a poco fui entendiendo que soltarlo era también una forma de amarlo.

Hoy Santiago lleva seis meses en Cali. Me llama cada domingo; me cuenta de sus partidos y sus nuevos amigos. A veces siento miedo todavía, pero también siento orgullo por el hombre en el que se está convirtiendo.

A veces me pregunto: ¿cuántas madres como yo viven presas del miedo? ¿Cuántas veces nuestro amor se convierte en jaula? ¿No será hora de aprender a soltar para verlos volar?

¿Ustedes qué piensan? ¿Es posible amar sin atar? ¿Cómo han vivido ustedes el momento de dejar ir a sus hijos?