Por mi nieto, a pesar de la traición
—¡No me mires así, Rosa! ¡Tú no entiendes lo que es estar todo el día en la casa con ese niño! —gritó Mariana, mi nuera, mientras se ponía el abrigo con manos temblorosas. El llanto de Emiliano, mi nieto de apenas tres años, rebotaba en las paredes del pequeño departamento en el barrio San Martín de Buenos Aires. Yo apretaba los labios para no llorar también.
—Mariana, solo te estoy pidiendo que me avises si vas a llegar tarde. Yo también tengo cosas que hacer —le respondí, sintiendo cómo la rabia y la tristeza se mezclaban en mi pecho. Pero ella ya había cerrado la puerta de un portazo.
Me quedé sola con Emiliano, que seguía llorando. Lo alcé en brazos y le canté una canción de cuna que le cantaba a mi hijo cuando era pequeño. Mi hijo, Andrés… ¿En qué momento se volvió tan distante? ¿En qué momento dejé de ser su refugio?
Hace dos años, cuando me diagnosticaron artritis reumatoide y me dieron la jubilación anticipada, pensé que al menos podría descansar un poco después de tantos años trabajando como enfermera. Pero la vida tenía otros planes. Andrés y Mariana estaban ahogados por las cuentas: el alquiler, la comida, los pañales. Mariana no encontraba trabajo y Andrés apenas ganaba lo justo como chofer de colectivo. Yo no tenía mucho, pero podía ayudar.
—Mamá, ¿podrías cuidar a Emiliano mientras Mariana busca trabajo? —me pidió Andrés una noche, con esa voz cansada que me partía el alma.
—Por supuesto, hijo. Para eso estoy —le respondí sin dudarlo. ¿Cómo no iba a ayudar a mi propio nieto?
Al principio todo fue bien. Mariana consiguió trabajo en una panadería y yo pasaba los días con Emiliano. Aunque mis manos dolían y a veces el cansancio me vencía, ver su sonrisa era suficiente para seguir adelante. Mi hija menor, Lucía, estudiaba en la universidad y trabajaba medio tiempo para ayudarme con los gastos. Ella siempre me decía:
—Mamá, no te cargues tanto. Ellos también tienen que hacerse responsables.
Pero yo no podía dejar de sentirme útil. Hasta que las cosas empezaron a cambiar.
Mariana llegaba cada vez más tarde y más cansada. A veces ni siquiera me saludaba. Andrés empezó a trabajar horas extras y casi no lo veía. Una noche escuché susurros en la cocina:
—No podemos seguir así. Tu mamá se mete en todo —decía Mariana.
—Es solo por un tiempo… —respondía Andrés, pero su voz sonaba insegura.
Un día, Mariana llegó furiosa porque Emiliano tenía fiebre y yo no había podido llevarlo al médico sola. Me gritó delante del niño:
—¡Eres una inútil! ¡No sirves para nada! ¿Para qué te quedas aquí si ni siquiera puedes cuidar bien a Emiliano?
Sentí cómo se me partía el corazón. Me encerré en el baño y lloré en silencio mientras escuchaba a Emiliano golpear la puerta llamándome «abue».
Desde ese día todo fue cuesta abajo. Mariana empezó a dejarme notas con instrucciones absurdas: qué debía comer Emiliano, cuándo debía dormir, cómo debía vestirlo. Yo sentía que ya no confiaban en mí. Andrés apenas me miraba cuando llegaba a casa.
Una tarde, mientras le daba de comer a Emiliano, Mariana llegó acompañada de una mujer desconocida. Era una asistente social.
—Rosa Martínez —dijo la mujer con voz fría—, hemos recibido una denuncia sobre el cuidado de su nieto.
Me quedé helada. Mariana me miraba con una mezcla de odio y satisfacción.
—¿Qué está pasando? —pregunté temblando.
—Su nuera considera que usted no está en condiciones físicas ni mentales para cuidar al niño —explicó la asistente social.
No podía creerlo. ¿Mariana había hecho eso? ¿Después de todo lo que hice por ellos?
Me citaron en el juzgado de familia. Lucía me acompañó y me sostuvo la mano todo el tiempo.
—Mamá, pase lo que pase, yo estoy contigo —me susurró antes de entrar.
En la audiencia, Mariana declaró que yo era una carga para ellos, que mi enfermedad me impedía cuidar bien a Emiliano y que temía por su seguridad. Andrés no dijo nada; solo bajó la cabeza.
El juez decidió que Emiliano debía ir a una guardería mientras sus padres trabajaban y que yo solo podría verlo los fines de semana bajo supervisión.
Salí del juzgado sintiendo que me arrancaban el alma. Lucía lloraba conmigo en la vereda.
—No puedo creerlo… ¿Cómo pudieron hacerme esto? —le dije entre sollozos.
Los días siguientes fueron un infierno. El departamento se sentía vacío sin Emiliano. Mis manos dolían más que nunca y apenas comía. Lucía hacía lo posible por animarme:
—Mamá, tienes derecho a verlo. No te rindas.
Pero yo sentía que había perdido todo sentido.
Un sábado por la tarde tocaron el timbre. Era Andrés, solo.
—Mamá… —dijo sin mirarme—. Perdón…
No pude contenerme:
—¿Por qué permitiste esto? ¿Por qué no me defendiste?
Él se encogió de hombros, derrotado:
—No sé… Mariana estaba muy mal… Yo solo quería evitar problemas…
Lo abracé fuerte aunque sentí rabia y tristeza mezcladas en mi pecho.
Con el tiempo logré ver a Emiliano los fines de semana. Jugábamos en la plaza y le contaba historias sobre cuando su papá era niño. Pero ya nada era igual. La confianza se había roto para siempre.
Hoy tengo 57 años y sigo viviendo en el mismo departamento del barrio San Martín. Lucía terminó la universidad y consiguió trabajo como psicóloga infantil; ella dice que mi historia le enseñó mucho sobre resiliencia y amor propio.
A veces me pregunto si hice bien en sacrificar tanto por mi familia o si debí poner límites antes de perderlo todo. Pero cuando veo a Emiliano correr hacia mí con los brazos abiertos cada sábado, sé que volvería a hacerlo mil veces más.
¿Hasta dónde debe llegar el amor de una abuela? ¿Vale la pena perdonar una traición así solo por ver feliz a un nieto? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?