Por qué acepté cuidar a mi nieto: Nunca más

—Mamá, por favor, necesito que cuides a Emiliano. No tengo con quién dejarlo y el trabajo no me da tregua—. La voz de mi hija, Mariana, temblaba al otro lado del teléfono. Eran las seis de la mañana y yo apenas había abierto los ojos. El café ni siquiera estaba listo y ya sentía el peso de la responsabilidad cayendo sobre mis hombros.

No era la primera vez que me pedía ayuda, pero esta vez sonaba diferente. Emiliano tenía fiebre alta y tosía sin parar desde la noche anterior. Mariana, madre soltera en la Ciudad de México, apenas podía sostenerse entre dos trabajos y las cuentas que no dejaban de llegar. Yo, su madre, su refugio, la abuela que siempre decía sí.

—Claro, hija. Tráelo— respondí sin pensarlo mucho, aunque por dentro sentía una punzada de cansancio. Mi esposo, Rubén, me miró desde la mesa con el ceño fruncido.

—Otra vez, Lucía. ¿Y tus planes? ¿Y tu salud?— susurró mientras Mariana colgaba.

No respondí. ¿Qué podía decirle? ¿Que me sentía culpable si no ayudaba? ¿Que el amor por mi nieto era más fuerte que cualquier cansancio?

A las siete y media Mariana llegó corriendo, con Emiliano en brazos. El niño tenía los ojos vidriosos y se aferraba a su mamá como si supiera que algo no estaba bien.

—Gracias, mamá. No sé qué haría sin ti— dijo Mariana, dándome un beso rápido en la mejilla antes de salir volando al trabajo.

Me quedé sola con Emiliano. Le preparé un té de manzanilla y le puse una toallita fría en la frente. Mientras lo acunaba en mis brazos, recordé cuando Mariana era pequeña y también enfermaba seguido. Siempre fui yo quien la cuidó, quien dejó todo por ella.

Las horas pasaron lentas. Emiliano lloraba y tosía; yo le cantaba canciones viejas para calmarlo. Al mediodía, Rubén entró a la sala.

—Lucía, tienes cita con el doctor hoy. ¿Vas a ir o vas a cancelar otra vez?

Miré a Emiliano y luego a Rubén. Sentí una mezcla de rabia y tristeza.

—No puedo dejarlo solo. Mariana no tiene a nadie más.

Rubén suspiró y se fue sin decir nada más. Sentí que mi matrimonio se desmoronaba un poco más cada vez que ponía a los demás antes que a nosotros.

Por la tarde, Mariana llamó para avisar que llegaría tarde. Su jefe le había pedido quedarse horas extra. Yo ya estaba agotada; mis rodillas dolían y la cabeza me daba vueltas. Pero seguí ahí, al pie del cañón.

A las nueve de la noche Mariana llegó por Emiliano. El niño dormía en mi regazo.

—Perdón por todo esto, mamá. Te lo juro que es la última vez— dijo Mariana, pero ambas sabíamos que no era cierto.

Esa noche discutí con Rubén. Él me reclamó por descuidar mi salud y nuestra relación.

—Siempre eres la salvadora de todos menos de ti misma— me gritó.

Me encerré en el baño a llorar en silencio. Me sentí sola, incomprendida y usada. ¿En qué momento ser madre y abuela se convirtió en una carga tan pesada?

Los días siguientes fueron iguales: llamadas urgentes, favores pedidos casi como obligación, promesas de «la última vez» que nunca se cumplían. Mi vida giraba alrededor de los problemas de los demás.

Una tarde, mientras esperaba a Mariana para entregarle a Emiliano, escuché a dos vecinas hablar en la tienda:

—Mi nuera cree que porque soy abuela tengo que cuidar a los niños gratis— decía una.

—¡Y ni las gracias dan!— respondió la otra.

Sentí un nudo en el estómago. ¿Era eso lo que pensaban de mí? ¿Una niñera gratuita? ¿Dónde quedó el respeto por los años vividos?

Esa noche, cuando Mariana vino por Emiliano, decidí hablar claro.

—Hija, necesito decirte algo— le dije con voz temblorosa.

Mariana me miró preocupada.

—Estoy cansada. Te amo y amo a Emiliano, pero siento que me estoy perdiendo a mí misma. No puedo seguir así.

Mariana se quedó callada unos segundos y luego rompió en llanto.

—Perdón, mamá. No sé qué haría sin ti… Pero tienes razón. Me he apoyado demasiado en ti porque no tengo a nadie más.

Nos abrazamos largo rato. Por primera vez sentí que mis palabras habían sido escuchadas.

Al día siguiente Mariana buscó una guardería para Emiliano y empezó a organizar mejor sus horarios. Yo también fui al doctor y retomé mis clases de baile con las amigas del barrio.

Pero el dolor seguía ahí, como una herida abierta: la sensación de haber dado todo y recibir poco a cambio; el miedo de ser olvidada cuando ya no sea útil; la culpa de ponerme primero después de tantos años siendo el pilar de todos.

Ahora miro a Emiliano jugar en el parque y me pregunto: ¿Hasta dónde debe llegar el sacrificio de una abuela? ¿Cuándo es justo decir basta? ¿Cuántas otras mujeres como yo sienten este cansancio invisible?

¿Y tú? ¿Alguna vez te has sentido así? ¿Hasta dónde llega tu amor antes de romperte?