¿Por qué mamá y papá nunca vivieron juntos?

—¿Por qué mamá y papá no viven juntos?— pregunté una vez más, con la voz temblorosa, mientras veía a mi madre doblar la ropa en el pequeño cuarto que compartíamos en casa de mi abuela. Ella no respondió. Solo apretó los labios y siguió doblando mi vestido azul, el mismo que usaba para ir a la iglesia los domingos. Tenía apenas cinco años, pero esa pregunta me perseguía desde que tengo memoria.

Recuerdo el día en que llegamos al pueblo como si fuera ayer. Mi madre, Lucía, llevaba los ojos hinchados de tanto llorar. Yo, con mis trenzas deshechas y una muñeca rota bajo el brazo, no entendía nada. La abuela Rosa nos recibió en la puerta con un suspiro resignado y una frase que nunca olvidaré:

—Todo lo que tenías que hacer, ya lo hiciste, Lucía. Ahora a ver cómo sales adelante.

El pueblo era pequeño, perdido entre los cerros de Jalisco. Las calles de tierra, las casas de adobe y el olor a tortillas recién hechas me resultaban extraños después de vivir en la ciudad. Pero lo más extraño era la ausencia de mi papá, Martín. Nadie hablaba de él. Ni mi madre, ni mi abuela, ni siquiera mis tías cuando venían a tomar café por las tardes.

Crecí entre susurros y miradas furtivas. En la escuela, los niños preguntaban por qué no tenía papá. Yo inventaba historias: que era marinero, que trabajaba lejos, que volvería algún día con regalos. Pero en casa, el silencio era absoluto.

Una tarde, mientras ayudaba a mi abuela a desgranar el maíz, me atreví a preguntar:

—Abue, ¿por qué mi papá no vive con nosotras?

Ella soltó un bufido y me miró con esos ojos duros que solo se suavizaban cuando hablaba de sus santos.

—Hay cosas que es mejor no saber, niña. Tu madre hizo lo que tenía que hacer.

Esa respuesta me dolió más que un golpe. ¿Qué había hecho mi madre? ¿Qué había hecho mi padre? ¿Por qué nadie quería contarme la verdad?

Los años pasaron y la pregunta creció conmigo. Mi madre trabajaba en la tienda del pueblo, vendiendo refrescos y pan dulce. Yo la veía llegar cansada cada noche, con las manos agrietadas y la mirada perdida. A veces lloraba en silencio cuando pensaba que yo dormía. Otras veces se quedaba mirando una foto vieja que guardaba en su cajón: ella y mi papá abrazados frente a una fuente en Guadalajara.

Un día, cuando tenía doce años, escuché una conversación entre mi madre y mi tía Carmen. Habían creído que yo estaba en el patio jugando con los perros.

—No puedes seguir ocultándoselo para siempre, Lucía —decía mi tía—. La niña merece saber la verdad.

—¿Y para qué? ¿Para que me odie? ¿Para que odie a su padre? Mejor así, Carmen. Mejor así…

Esa noche no pude dormir. Me pregunté si mi padre era un criminal, si había hecho algo tan terrible que nadie podía mencionarlo. O si era mi madre la culpable de todo.

La adolescencia llegó como una tormenta. Empecé a rebelarme contra todo: contra mi madre, contra la abuela, contra el pueblo entero. Quería respuestas y no las tenía. Me escapaba al río con mis amigas, fumaba a escondidas detrás de la iglesia y soñaba con irme lejos, muy lejos.

Un día, después de una pelea especialmente fuerte con mi madre —le grité que la odiaba y que quería conocer a mi padre— ella se encerró en su cuarto y no salió en horas. Yo me fui al campo a llorar bajo un mezquite seco. Sentí una rabia tan grande que pensé que iba a explotar.

Fue entonces cuando apareció don Ernesto, el vecino más viejo del pueblo. Se sentó a mi lado sin decir nada durante un buen rato.

—A veces los adultos creemos que ocultar la verdad es protegerlos —dijo al fin—. Pero el silencio pesa más que cualquier secreto.

Lo miré sorprendida. Él solo sonrió tristemente y se levantó para irse.

Esa noche busqué a mi madre. La encontré sentada en la cama, abrazando la foto vieja.

—Mamá —le dije—, ya no quiero más mentiras. Dime la verdad.

Ella me miró largo rato antes de hablar:

—Tu papá… tu papá nunca quiso quedarse en el pueblo. Siempre soñó con una vida diferente: negocios grandes, viajes… Yo lo seguí porque lo amaba. Pero cuando naciste tú, todo cambió. Él no quería ser padre todavía. Se fue con otra mujer… y yo no pude perdonarlo.

Las palabras cayeron como piedras sobre mi pecho. Lloré mucho esa noche, abrazada a mi madre. Por primera vez entendí su dolor y su soledad.

Con el tiempo aprendí a perdonar. A ella por su silencio; a él por su ausencia; y a mí misma por mis fantasmas. Nunca conocí a mi padre —murió en un accidente antes de que pudiera buscarlo— pero aprendí a vivir con su sombra.

Hoy soy madre también. Y cada vez que mi hija me pregunta por su abuelo, le cuento la verdad: que fue un hombre bueno pero débil; que amó a su manera; que todos tenemos heridas y secretos.

A veces me pregunto si hice bien en buscar respuestas o si habría sido más fácil vivir en la ignorancia. Pero sé que el silencio nunca sana nada.

¿Ustedes qué piensan? ¿Es mejor saber toda la verdad aunque duela o vivir con las mentiras piadosas de quienes nos quieren proteger?