¿Por qué me dejaste tu hija, Camila?

—¿Por qué me hiciste esto, Camila? —susurré, apretando la nota arrugada entre mis manos temblorosas. El reloj marcaba las ocho de la noche y la casa estaba demasiado silenciosa. Solo el zumbido del ventilador y el débil sollozo de Lucía, mi nieta de cinco años, rompían el aire denso del apartamento en el centro de Medellín.

La nota era breve, escrita con la letra apurada de Camila: “Mamá, no puedo más. Cuida a Lucía. Perdóname”. La leí una y otra vez, como si al hacerlo pudiera cambiar su contenido. No podía ser cierto. Camila no era perfecta, pero era mi hija. ¿Cómo pudo irse así? ¿Cómo pudo dejarme a su hija sin más explicación?

Me senté en la mesa de la cocina, la cabeza entre las manos. Recordé la última discusión que tuvimos, hacía apenas dos noches. Habíamos gritado tanto que los vecinos golpearon la pared. Yo le reclamaba por llegar tarde, por dejar sola a Lucía, por no buscar un trabajo estable. Ella me gritó que no entendía nada, que la vida era más difícil de lo que yo creía. “¡Tú siempre juzgas! ¡Nunca escuchas!”, me gritó antes de encerrarse en su cuarto.

Ahora, el cuarto estaba vacío. Sus cosas seguían ahí: la mochila azul, la chaqueta de mezclilla, el perfume barato que siempre usaba. Pero ella no estaba. Solo Lucía, con sus ojos grandes y asustados, preguntando por su mamá.

—Abuela, ¿dónde está mi mami? —me preguntó esa noche, abrazando su osito de peluche.

No supe qué decirle. Le mentí: “Fue a comprar algo al mercado, ya vuelve”. Pero Lucía no es tonta. Me miró con desconfianza y se acurrucó en el sofá.

Las horas pasaron lentas. Llamé a los pocos amigos de Camila: a Mariana, a Julián, incluso a su exnovio Andrés. Nadie sabía nada. Nadie la había visto desde hacía días. La policía me dijo que debía esperar 48 horas para denunciar una desaparición. “Quizá solo necesitaba un tiempo”, me dijeron con voz cansada.

Pero yo conocía a mi hija. O al menos eso creía.

Esa noche no dormí. Me senté junto a Lucía hasta que se quedó dormida y luego caminé por el apartamento como un fantasma. Recordé cuando Camila era pequeña y yo trabajaba doble turno en el hospital San Vicente para poder pagarle el colegio. Recordé sus cumpleaños sencillos, los vestidos heredados de las primas, las tardes en el parque de Envigado cuando todavía éramos una familia completa y su papá no nos había dejado por otra mujer.

Quizá ahí empezó todo: cuando él se fue y nosotras quedamos solas. Yo me volví dura, exigente. No podía darme el lujo de ser débil. Tenía que sacar adelante a Camila como fuera. Pero ahora me pregunto si fui demasiado dura, si le exigí más de lo que podía dar.

Al día siguiente llevé a Lucía al jardín infantil y fui al hospital como siempre. Pero no podía concentrarme. Cada vez que sonaba mi celular saltaba el corazón en mi pecho, esperando un mensaje de Camila. Nada.

En la tarde fui a la comisaría e insistí en poner la denuncia. El oficial me miró con lástima: “Señora Valeria, entiendo su preocupación, pero muchas veces los jóvenes se van unos días y luego regresan”.

—¡Pero dejó a su hija! —grité—. ¡Eso no es normal!

Me prometieron que investigarían, pero yo sabía que era mentira.

Esa noche Lucía volvió a preguntar por su mamá. Esta vez solo pude abrazarla y llorar con ella.

Pasaron los días y la rutina se volvió insoportable: trabajar, cuidar a Lucía, buscar a Camila sin éxito. Los vecinos empezaron a murmurar: “Seguro se fue con otro hombre”, “Quizá está metida en problemas”. Una vecina me dijo que la había visto hablando con un tipo extraño en la esquina del barrio Belén.

Una tarde encontré una carta vieja entre las cosas de Camila. Era para mí, pero nunca me la dio. Decía: “Mamá, siento que no soy suficiente para ti. Todo lo hago mal. A veces quisiera desaparecer”.

Leí esas palabras una y otra vez hasta que las lágrimas me nublaron la vista.

Empecé a preguntarme si realmente conocía a mi hija o si solo veía lo que quería ver: sus errores, sus ausencias, sus fracasos. Nunca le pregunté cómo se sentía realmente. Nunca le dije que estaba orgullosa de ella por sobrevivir en un mundo tan duro.

Un día recibí una llamada anónima: “Camila está bien, pero necesita tiempo”. La voz era femenina y desconocida. Quise preguntar más, pero colgaron antes de que pudiera decir algo.

Esa noche soñé con Camila cuando era niña: corría por el parque con una risa limpia y feliz. Me desperté llorando.

Lucía empezó a tener pesadillas y mojar la cama. La llevé al psicólogo del hospital y me dijeron que necesitaba estabilidad y amor. ¿Cómo darle eso si yo misma estaba rota?

Pasaron semanas sin noticias. Aprendí a peinarle el cabello a Lucía como le gustaba Camila; aprendí a preparar arepas rellenas para el desayuno porque era lo único que lograba hacerla sonreír un poco.

Un domingo por la tarde tocaron la puerta con fuerza. Era Mariana, la mejor amiga de Camila.

—Valeria —dijo con voz temblorosa—, tengo que contarte algo…

Me senté frente a ella mientras Mariana lloraba y me confesaba que Camila había estado deprimida desde hacía meses; que sentía que no podía más; que tenía miedo de fallarle a Lucía como yo sentía que le fallé a ella.

—Ella te ama —me dijo Mariana—, pero necesitaba huir para no hundirse más.

Sentí rabia, tristeza y culpa al mismo tiempo.

Esa noche escribí una carta para Camila: “Hija, te extraño todos los días. No entiendo tus razones pero las respeto. Aquí estaré para ti y para Lucía siempre”.

No sé si algún día volverá o si podré perdonarme por no haber visto su dolor antes de que fuera demasiado tarde.

Ahora cuido a Lucía como puedo; trato de ser menos dura y más comprensiva; trato de romper el ciclo de exigencia y silencio que marcó mi relación con Camila.

A veces me pregunto: ¿Cuántas madres e hijas en Latinoamérica viven este mismo dolor en silencio? ¿Cuántos errores cometemos por miedo o por amor mal entendido? ¿Y si mañana recibo otra nota… estaré lista para entenderla?