¿Por qué me haces esto, mamá?

—¿Po qué me haces esto, mamá? —le grité, con la voz quebrada y los ojos llenos de lágrimas. El eco de mis palabras rebotó en las paredes descascaradas de la sala, donde el ventilador apenas movía el aire caliente de la tarde. Mamá me miró desde la cocina, con el delantal manchado de salsa y las manos temblorosas.

—¿Por qué te hago esto yo? —repitió, con una risa amarga—. ¡Eres tú el que trae a una muchacha embarazada a esta casa sin avisar! ¡Tú el que no piensa en nadie más que en sí mismo!

Sentí que el mundo se me venía encima. Afuera, los perros ladraban y el bullicio del barrio de San Miguel seguía como si nada. Pero aquí adentro, mi vida se desmoronaba.

Mi nombre es Mauricio, tengo veinticuatro años y hasta hace dos semanas creía que lo tenía todo bajo control. Trabajaba en una tienda de celulares en el centro de Monterrey, ahorrando para algún día mudarme con mi novia, Camila. Pero todo cambió cuando ella llegó llorando a mi trabajo, con la prueba de embarazo en la mano y la voz temblorosa: «Mau, estoy esperando un bebé».

No supe qué hacer. Mi salario apenas alcanzaba para ayudar a mamá con los gastos de la casa: la renta, la comida, los recibos de luz y agua que siempre llegaban con recargos. Papá nos había dejado cuando yo tenía doce años, y desde entonces mamá se partía el lomo limpiando casas ajenas para que yo pudiera estudiar. Siempre me decía: «Mauricio, lo único que te pido es que no repitas mis errores».

Pero aquí estaba yo, parado frente a ella, repitiendo exactamente lo que ella más temía.

—Mamá, por favor… Camila no tiene a dónde ir. Su mamá la corrió de la casa cuando se enteró del embarazo. No podemos dejarla en la calle —le supliqué.

Ella apretó los labios y miró hacia la ventana, donde el sol caía sobre los techos de lámina del barrio.

—¿Y tú piensas que aquí hay espacio para tres? ¿Que el dinero alcanza? ¿Que yo puedo con todo? —su voz era dura, pero sus ojos estaban llenos de miedo.

Camila estaba sentada en el sillón, abrazando su mochila como si fuera un salvavidas. Sus ojos grandes y oscuros brillaban con lágrimas contenidas. No decía nada; sólo miraba al suelo, esperando que alguien decidiera por ella.

—Yo voy a buscar otro trabajo —dije, desesperado—. Voy a hacer lo que sea necesario…

Mamá soltó una carcajada amarga.

—¿Y tus estudios? ¿Y tus sueños? ¿Vas a dejarlo todo por un error?

Sentí una punzada en el pecho. ¿Era un error mi hijo? ¿Era un error Camila?

—No es un error —dije en voz baja—. Es mi responsabilidad.

El silencio se hizo pesado. El reloj marcaba las seis y media; pronto mamá tendría que salir a limpiar otra casa. Yo sabía que estaba cansada, que sus rodillas le dolían y que apenas dormía cuatro horas al día. Pero también sabía que detrás de su enojo había miedo: miedo a perderme, miedo a repetir su propia historia.

Esa noche dormimos los tres en la misma casa por primera vez. Camila y yo compartimos mi cuarto diminuto; mamá cerró la puerta del suyo y no salió hasta la mañana siguiente. El desayuno fue silencioso. Sólo se escuchaba el ruido de las cucharas golpeando los platos.

Los días siguientes fueron un infierno. Mamá apenas nos dirigía la palabra. Camila lloraba todas las noches, extrañando a su familia y temiendo por nuestro futuro. Yo salía temprano a buscar trabajo extra: repartí volantes, lavé autos, hasta intenté vender dulces en los camiones. Pero el dinero nunca alcanzaba.

Una tarde, mientras regresaba agotado a casa, vi a mamá sentada en la banqueta hablando con doña Rosa, la vecina.

—Ese muchacho siempre fue bueno —decía doña Rosa—. Sólo cometió un error…

—No es sólo su error —respondió mamá—. Es mío también. Yo debí enseñarle mejor…

Me quedé parado unos segundos escuchando. Sentí una mezcla de vergüenza y tristeza. ¿De verdad pensaba que yo era su fracaso?

Esa noche, después de cenar frijoles con tortillas duras, me armé de valor y entré al cuarto de mamá.

—Mamá —dije en voz baja—, necesito hablar contigo.

Ella suspiró y se sentó en la cama.

—Dime.

—No quiero pelear más —le dije—. Sé que te fallé… pero necesito tu ayuda. No puedo solo.

Por primera vez en semanas, vi cómo sus ojos se llenaban de lágrimas.

—Mauricio… yo sólo quiero lo mejor para ti —susurró—. No quiero que sufras como yo sufrí.

Me senté a su lado y le tomé la mano.

—Ya estoy sufriendo, mamá… pero no por el bebé ni por Camila. Sufro porque siento que te decepcioné…

Ella me abrazó fuerte, como cuando era niño y tenía miedo a las tormentas.

—No eres una decepción —me dijo al oído—. Eres mi hijo… y siempre voy a estar aquí para ti.

Lloramos juntos largo rato. Afuera llovía fuerte; adentro, por fin sentí un poco de paz.

Las cosas no mejoraron de inmediato. Seguimos peleando por tonterías: quién usaba más agua en la regadera, quién dejaba los platos sucios, quién gastaba más en comida. Pero poco a poco aprendimos a convivir. Mamá empezó a hablarle más a Camila; incluso le enseñó a preparar tamales para venderlos en la colonia los fines de semana.

El embarazo avanzaba y con él crecían nuestros miedos: ¿cómo íbamos a mantener un bebé? ¿Dónde iba a dormir? ¿Qué futuro podíamos ofrecerle?

Un día recibí una llamada inesperada: don Ernesto, el dueño de una refaccionaria cerca del centro, necesitaba un ayudante de medio tiempo. El sueldo no era mucho, pero era algo seguro. Acepté sin pensarlo dos veces.

Con ese dinero extra pudimos comprar una cuna usada y algo de ropa para el bebé. Camila empezó a sonreír más; mamá ya no se veía tan cansada.

El día que nació nuestra hija —a quien llamamos Valeria— todo cambió para siempre. La sostuve en mis brazos y sentí un amor tan grande que me dolió el pecho. Mamá lloró como nunca antes; Camila me miró con una mezcla de miedo y esperanza.

Hoy Valeria tiene seis meses. Vivimos los cuatro en la misma casa pequeña; seguimos peleando por tonterías, seguimos contando cada peso antes de gastarlo… pero también reímos juntos y soñamos con un futuro mejor.

A veces me pregunto si algún día podré perdonarme por todo lo que hice mal… o si mamá podrá dejar atrás sus propios miedos para ver todo lo bueno que hemos construido juntos.

¿De verdad los errores del pasado nos condenan para siempre? ¿O podemos aprender a ser familia incluso cuando todo parece perdido?