¿Por qué mi hijo necesita una esposa enferma?

—¿Por qué mi hijo necesita una esposa enferma? Tal vez todavía no sea tarde para el divorcio…

Las palabras de doña Carmen retumbaron en la sala, tan frías como el mármol de la mesa donde yo, sentada, intentaba no llorar. Mi esposo, Julián, bajó la cabeza. Mi suegra, con su rebozo azul y su mirada dura, no apartaba los ojos de mí. Mi hijo Emiliano jugaba en el suelo, ajeno a la tormenta que se desataba sobre su madre.

Hace veinte años, doña Carmen me presentaba orgullosa ante sus amigas del barrio en Iztapalapa: “¡Mi nuera es licenciada! Da clases de inglés en la secundaria. ¡Puede irse a cualquier parte del mundo!” Yo era la promesa de movilidad social para su hijo, el mecánico autodidacta que arreglaba coches en la cochera y soñaba con abrir su propio taller.

Nunca imaginé que el lupus llegaría a mi vida como un ladrón en la noche. Primero fue el cansancio, luego los dolores articulares, después las hospitalizaciones. Mi cuerpo dejó de obedecerme. Perdí el trabajo. Perdí el cabello. Perdí la sonrisa fácil. Pero nunca perdí el amor de Julián… hasta que la presión familiar se volvió insoportable.

—Mamá, por favor… —susurró Julián, pero doña Carmen lo interrumpió.

—¡No! Ya basta de cargar con esto. ¿No ves cómo está tu hijo? ¿Cómo está la casa? ¿Cuánto tiempo más vas a aguantar?

Yo quería gritarle que no era mi culpa, que yo no pedí enfermarme. Que cada día luchaba por levantarme, por preparar el desayuno aunque las manos me temblaran, por ayudar a Emiliano con la tarea aunque la cabeza me doliera como si me partieran en dos. Pero las palabras se atoraron en mi garganta.

Recordé cuando Julián y yo nos conocimos en la fiesta patronal. Él llegó con las manos manchadas de grasa y una sonrisa tímida. Me invitó a bailar un danzón y me habló de sus sueños: “Quiero poner un taller grande, para que Emiliano nunca tenga que pasar hambre.” Yo le hablé de mis ganas de enseñar inglés en comunidades rurales, de viajar juntas a Oaxaca o Chiapas para ayudar a los niños indígenas.

Nos casamos con la bendición de doña Carmen. Ella lloró de emoción cuando supo que estaba embarazada. Me llevaba caldo de pollo cuando Emiliano nació prematuro. Me defendía ante los chismes del barrio: “Mi nuera es una luchona.”

Pero todo cambió cuando llegó la enfermedad. Al principio, doña Carmen me cuidaba. Me preparaba infusiones de manzanilla y me acompañaba al IMSS. Pero cuando los médicos dijeron que mi enfermedad era crónica, su paciencia se agotó.

—¿Y ahora quién va a cuidar a Emiliano? —decía mientras barría con furia—. ¿Quién va a limpiar esta casa? ¡Tú ya no sirves!

Julián intentaba mediar. Trabajaba horas extra para pagar mis medicinas. Pero el dinero no alcanzaba y él llegaba cada vez más cansado y distante.

Una noche, después de otra discusión, Julián se sentó a mi lado en la cama.

—No sé qué hacer, Lupe —me dijo con voz quebrada—. Mi mamá dice que estoy desperdiciando mi vida… pero yo te amo.

Lloré en silencio. Sabía que lo estaba perdiendo poco a poco. La enfermedad no solo devoraba mi cuerpo; devoraba nuestro amor.

Un día, mientras Emiliano hacía la tarea, escuché a doña Carmen hablando por teléfono:

—Mira, comadre, si Julián se divorcia todavía puede rehacer su vida. ¿Para qué cargar con una mujer enferma? Hay muchas muchachas sanas…

Sentí un puñal en el pecho. ¿Eso era yo ahora? ¿Una carga? ¿Un estorbo?

Esa noche le pregunté a Julián:

—¿De verdad quieres seguir conmigo? No tienes que quedarte por lástima.

Él me abrazó fuerte.

—No es lástima, Lupe. Es amor… pero ya no sé cómo luchar contra todos.

Pasaron los meses y la presión aumentó. Doña Carmen dejó de hablarme. Emiliano empezó a notar el ambiente tenso y preguntaba por qué su abuela ya no le contaba cuentos antes de dormir.

Un día, mientras intentaba preparar la comida, me desmayé en la cocina. Cuando desperté en el hospital, vi a Julián llorando junto a mi cama.

—No puedo más —me dijo—. No quiero perderte… pero tampoco quiero perder a mi familia.

Le tomé la mano y le dije lo que llevaba meses guardando:

—Si quieres irte, vete. No te detendré. Pero no permitas que tu madre decida por ti.

Julián se quedó callado mucho tiempo. Al final, decidió quedarse conmigo… pero nuestra relación nunca volvió a ser igual. La sombra del rechazo familiar siempre estuvo presente.

Hoy Emiliano tiene quince años y entiende más de lo que aparenta. Me ayuda con las compras, me acompaña al médico y me dice: “No te preocupes, mamá. Yo sí estoy orgulloso de ti.”

A veces me pregunto si hice bien en quedarme, si debí dejar ir a Julián para que él pudiera ser feliz sin el peso de mi enfermedad y el desprecio de su madre.

Pero también pienso: ¿Por qué en nuestra sociedad una mujer enferma se convierte en motivo de vergüenza? ¿Por qué el amor solo vale cuando todo está bien?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿El amor puede sobrevivir al rechazo y la enfermedad?