¿Por qué nadie me llamó?
—¿Por qué nadie me llamó? —La voz de Doña Carmen retumbó en la cocina, cortando el aire como un machete en caña dulce. Yo estaba sirviendo el café de olla, con las manos temblorosas, mientras mi suegra, Lucía, se quedó petrificada junto a la mesa de madera.
Era su cumpleaños. Habíamos viajado desde la ciudad hasta el rancho, cruzando caminos de tierra y campos de maíz, para celebrar con ella. Lucía había preparado tamales de elote, empanadas de carne y un pastel de tres leches que perfumaba toda la casa. Los niños corrían entre los gallos y los perros, y el sol caía lento sobre los cerros. Todo parecía perfecto hasta que llegó Doña Carmen, la madre de Don Ernesto, esposo de Lucía.
Doña Carmen entró sin saludar, con su vestido negro y su rebozo azul marino. Sus ojos, pequeños y duros como semillas de guayaba, recorrían la sala buscando aliados. Nadie se atrevió a mirarla directo. Yo sentí un nudo en la garganta; siempre he sido la nuera callada, la que observa desde la esquina.
—¿Así que aquí están todos celebrando y a mí nadie me avisó? —insistió Doña Carmen, su voz subiendo como el vapor del café.
Lucía intentó sonreír, pero sus labios temblaron. —Mamá Carmen, claro que estaba invitada. Le mandé decir con Pedro…
—¡Pedro! Ese muchacho nunca se acuerda de nada. ¿Y tú, Ernesto? ¿Tampoco pudiste llamarme?
Don Ernesto bajó la cabeza. —Perdón, mamá. Pensé que Lucía ya le había dicho.
El silencio se hizo pesado. Los niños dejaron de jugar y hasta los perros se echaron bajo la mesa. Yo sentí que todos esperaban que alguien dijera algo, pero nadie se atrevía.
Doña Carmen se sentó en la cabecera de la mesa, como si fuera su trono. —Siempre igual. Desde que murió tu padre, Ernesto, parece que ya no importo. Pero bien que vienen a pedirme favores cuando necesitan dinero o ayuda con la cosecha.
Lucía apretó los puños sobre el mantel bordado. Yo vi cómo sus nudillos se ponían blancos. —No es cierto, mamá Carmen. Usted siempre ha sido parte de esta familia.
—¿Parte? —Doña Carmen soltó una risa amarga—. ¿Parte de qué? Si ni para el cumpleaños me llaman.
Yo quería intervenir, decir algo para calmar las aguas, pero no era mi lugar. Recordé las veces que mi propia madre se sintió desplazada en las reuniones familiares, cómo lloraba en silencio después de las fiestas porque nadie le preguntaba cómo estaba realmente.
La comida siguió en silencio. Nadie se atrevía a hablar del elefante en la habitación: el resentimiento de Doña Carmen era viejo, venía desde mucho antes de que yo llegara a esta familia. Decían que cuando Don Ernesto era niño, su madre lo crió sola entre vacas y tormentas; que todo lo que tenía ahora era gracias a ella. Pero desde que se casó con Lucía y se mudaron al rancho grande, Doña Carmen quedó relegada al pueblo, sola con sus recuerdos y su orgullo herido.
Después del pastel, mientras los niños jugaban afuera y los hombres discutían sobre política en el patio, me acerqué a Lucía en la cocina.
—¿Está bien? —le pregunté en voz baja.
Ella suspiró largo. —Nunca es suficiente para ella. Haga lo que haga, siempre encuentra un motivo para reclamarme.
—Tal vez solo quiere sentirse parte…
Lucía me miró con ojos cansados. —¿Y yo? ¿Quién me hace sentir parte? Desde que me casé con Ernesto he tenido que aguantar sus desplantes, sus críticas… Siempre soy la forastera.
Sentí una punzada en el pecho. Entendí su dolor: en mi propia casa también era difícil encajar. Las familias en el campo son como las raíces del maguey: profundas, entrelazadas y difíciles de separar sin causar heridas.
Esa noche, cuando todos se fueron a dormir, escuché sollozos ahogados en el cuarto de Doña Carmen. Dudé si acercarme o dejarla sola con sus fantasmas. Al final me animé y toqué suavemente la puerta.
—¿Quién es? —preguntó con voz ronca.
—Soy yo… Mariana.
Abrió apenas una rendija. Sus ojos estaban rojos e hinchados.
—¿Qué quieres?
—Solo quería saber si necesitaba algo…
Se quedó callada un momento. Luego suspiró y abrió la puerta del todo.
—¿Tú crees que soy mala persona? —me preguntó de golpe.
Me quedé helada. No esperaba esa pregunta.
—No… solo creo que está herida. Y cuando uno está herido, a veces lastima sin querer.
Doña Carmen bajó la mirada. —Desde que mi hijo se casó siento que lo perdí… Antes venía cada domingo a verme; ahora solo viene cuando necesita algo o cuando Lucía lo obliga…
Me senté junto a ella en la cama. —A veces los hijos crecen y hacen su vida… pero eso no significa que no lo quieran a uno.
Ella negó con la cabeza. —Eso dices porque eres joven… Cuando seas vieja y tus hijos tengan su familia, vas a entender lo sola que se siente una madre cuando ya no es el centro de nada.
No supe qué responderle. Solo le tomé la mano y nos quedamos así un rato largo, escuchando los grillos afuera y el viento moviendo las ramas del guayabo.
Al día siguiente, antes de irnos, Doña Carmen me abrazó fuerte y me susurró al oído:
—Gracias por escucharme… A veces solo eso necesito: que alguien me escuche.
En el camino de regreso a la ciudad, miré por la ventana los campos verdes y pensé en todas las madres y abuelas que sienten que ya no tienen un lugar en la vida de sus hijos. ¿Por qué nos cuesta tanto incluirlas? ¿Por qué dejamos que el orgullo o el olvido nos aleje de quienes nos dieron todo?
¿Será que algún día aprenderemos a llamar antes de que sea demasiado tarde?