¿Por qué no tienes dinero para mí?

—¿Por qué no tienes dinero para mí? —me gritó Valeria, su voz temblando entre el enojo y las lágrimas, mientras azotaba la puerta de su cuarto.

Me quedé parada en el pasillo, con la bolsa del mandado aún colgando de mi brazo, sintiendo cómo el peso de las papas y los tomates era nada comparado con el peso en mi pecho. Afuera, el sol caía sobre las láminas del techo y el calor hacía vibrar el aire, pero dentro de la casa solo se sentía frío.

Valeria tiene dieciséis años y una rabia que no sé de dónde sacó. O tal vez sí lo sé. Tal vez la sacó de mí, de todos los silencios que tragué cuando llegamos a Monterrey desde Veracruz, buscando un futuro mejor después de que su papá nos dejó por otra mujer. Desde entonces, todo ha sido cuesta arriba: limpiar casas ajenas, vender tamales los fines de semana, ahorrar hasta el último peso para pagar la prepa y los útiles. Pero nada parece suficiente para ella.

—¡Todos mis amigos tienen celular nuevo! ¡Hasta Mariana, que vive en la colonia más fea! —me reclamó hace unos días, lanzando su viejo teléfono sobre la mesa.

—Valeria, sabes que no puedo… —intenté explicarle, pero ella ya había salido corriendo, dejando tras de sí un silencio espeso.

A veces me pregunto si fallé como madre. Si debí quedarme en Veracruz, aunque allá no había ni para comer. Si debí buscar otro trabajo, aunque aquí nadie quiere contratar a una mujer de cuarenta y tantos sin estudios. Si debí exigirle más a su papá, aunque sé que él apenas manda algo cuando se acuerda.

La casa es pequeña: dos cuartos, un baño y una cocina donde todo se mezcla —los olores del café con el sudor del cansancio y las lágrimas que no dejo salir. Mi mamá vive con nosotras desde que se enfermó del corazón. Ella me ayuda con lo que puede, pero ya no es la misma mujer fuerte que me enseñó a nunca rendirme.

—Hija, no te mortifiques tanto —me dice mientras pela papas sentada en la mesa—. Los muchachos ahora son así. Quieren todo fácil.

—Pero yo quiero darle lo mejor… —le respondo bajito, para que Valeria no escuche desde su cuarto.

—Lo mejor no siempre es lo más caro —me dice mi mamá, y yo quisiera creerle.

Esa noche, después de la pelea, escuché a Valeria llorar. Quise entrar a abrazarla, decirle que entiendo su enojo, que yo también soñé con tener más. Pero me quedé afuera, apoyada en la puerta, sintiendo cómo el amor y la impotencia me desgarraban por dentro.

Al día siguiente, mientras preparaba los tamales para vender en la esquina, Valeria salió sin mirarme. Llevaba la mochila colgando y los audífonos puestos. No dijo adiós. Yo tampoco dije nada.

En la tarde, cuando regresó, traía los ojos hinchados y una rabia nueva en la voz:

—¿Por qué no puedes ser como las mamás de mis amigas? Ellas sí les compran lo que quieren. Tú solo sabes decir que no hay dinero.

Me senté frente a ella y le tomé las manos. Temblaban.

—Valeria, ¿tú crees que no me duele decirte que no? ¿Que no quisiera darte todo lo que pides? Pero aquí nadie regala nada. Todo lo que tenemos es porque lo hemos luchado juntas.

Ella apartó la mirada.

—No entiendes… Yo solo quiero encajar. No quiero ser la rara que nunca tiene nada.

Sentí un nudo en la garganta. Recordé mis propios años de adolescencia, cuando soñaba con ir a la universidad y viajar lejos del pueblo. Pero la vida se encargó de ponerme en otro camino: embarazada a los dieciocho, casada a los veinte, sola a los veinticinco.

—A veces siento que todo esto fue un error —susurró Valeria—. Que nunca vamos a salir adelante.

La abracé fuerte. Por primera vez en mucho tiempo, lloramos juntas. Lloramos por los sueños rotos, por las promesas incumplidas, por el cansancio y por ese amor que duele tanto cuando parece no alcanzar.

Esa noche hablamos largo rato. Le conté cómo fue dejar Veracruz con una niña pequeña y una maleta llena de miedo. Le hablé de los trabajos mal pagados, del miedo a enfermarme porque no hay seguro ni ahorros. Le confesé que a veces también quiero rendirme.

—Pero no lo hago —le dije— porque tú eres mi razón para seguir luchando.

Valeria me miró con ojos nuevos. No sé si entendió todo lo que le dije, pero al menos esa noche cenamos juntas sin pelear.

Los días siguientes fueron distintos. No mágicos ni perfectos: seguimos discutiendo por cosas pequeñas —la ropa, las tareas, el dinero— pero algo cambió entre nosotras. Empezamos a hablar más. A veces me ayuda a hacer tamales o acompaña a mi mamá al doctor. Otras veces vuelve a encerrarse en su cuarto y yo respeto su espacio.

Un sábado por la tarde llegó Mariana con su mamá para comprar tamales. Mientras esperaban, escuché cómo Valeria le contaba a su amiga sobre nuestro trabajo y cómo ahorramos cada peso para pagar la escuela.

—Mi mamá hace todo por mí —dijo Valeria—. A veces me enojo porque quiero cosas que no puedo tener… pero sé que ella da todo lo que puede.

Sentí un orgullo inmenso y una tristeza profunda al mismo tiempo. Orgullo porque mi hija empezaba a entender el valor del esfuerzo; tristeza porque sé que aún le esperan muchas decepciones en este país donde el sueño americano parece tan lejano incluso estando aquí mismo, en nuestra propia tierra.

Hoy sigo luchando cada día. Sigo sin poder comprarle un celular nuevo ni llevarla de vacaciones como quisiera. Pero tengo la esperanza de que algún día Valeria vea más allá del dinero y entienda que el verdadero valor está en lo que construimos juntas.

A veces me pregunto: ¿Cuántas madres más estarán pasando por esto? ¿Cuántos hijos creen que el amor se mide en regalos y no en sacrificios? ¿Qué harían ustedes si estuvieran en mi lugar?