¿Por qué no tienes dinero para mí?
—¿Por qué no tienes dinero para mí? —me grita Emiliano, mi hijo mayor, con los ojos llenos de rabia y decepción. Su voz retumba en la pequeña sala de nuestra casa en Ecatepec, donde las paredes parecen encogerse cada vez que discutimos. Mi esposa, Lucía, se queda callada, apretando los labios para no llorar. El televisor sigue encendido, mostrando imágenes de políticos prometiendo un futuro mejor, pero aquí, en este instante, el futuro parece tan lejano como el sueño americano que alguna vez tuve.
No sé qué responderle. ¿Cómo explicarle que el dinero no alcanza porque los precios suben cada semana? ¿Cómo decirle que el trabajo en la fábrica apenas paga lo suficiente para el gas y la comida? ¿Cómo confesarle que a veces me salto el desayuno para que él y su hermana coman?
—¡Todos mis amigos tienen celular nuevo! ¡Hasta Mariana, la hija de la señora que limpia casas! —insiste Emiliano, cruzando los brazos y mirando hacia otro lado.
—No somos todos, Emiliano —le digo con voz cansada—. Hacemos lo que podemos.
Él bufa, como si mis palabras fueran excusas baratas. Y tal vez lo son. Recuerdo cuando llegué a la ciudad desde Veracruz, con la esperanza de construir algo mejor para mi familia. Trabajé de albañil, de chofer, de lo que saliera. Lucía vendía tamales en la esquina mientras cuidaba a los niños. Soñábamos con una casa propia, con vacaciones en Acapulco, con hijos agradecidos y estudios universitarios. Pero la vida se fue llenando de cuentas, de deudas, de sueños postergados.
Emiliano tiene dieciséis años y parece odiarme. No siempre fue así. De niño me abrazaba al llegar del trabajo y me pedía que le contara historias de mi pueblo. Ahora solo me mira con desprecio cuando le niego algo. Siento que he fallado como padre.
—¿Por qué no buscas otro trabajo? —me lanza como un dardo—. El papá de Luis tiene dos trabajos y hasta carro nuevo.
—No sabes lo que dices —respondo, intentando controlar mi enojo—. No es tan fácil.
Lucía interviene por fin:
—Emiliano, tu papá hace todo lo posible. No es justo que le hables así.
Pero él ya no escucha. Se encierra en su cuarto y azota la puerta. El silencio pesa más que cualquier grito.
Me siento en la mesa y bajo la cabeza entre las manos. Lucía se acerca y me acaricia el hombro.
—No te culpes —susurra—. Los tiempos han cambiado. Los muchachos ahora quieren todo rápido.
—¿Y si tiene razón? —le digo—. ¿Y si no estoy haciendo lo suficiente?
Ella niega con la cabeza y me besa la frente.
Esa noche no puedo dormir. Me quedo mirando el techo, pensando en mi propio padre, Don Aurelio, que nunca tuvo nada pero siempre nos enseñó a compartir lo poco que había. Recuerdo sus manos ásperas y su voz firme: “La dignidad no se compra con dinero”. Pero ¿de qué sirve la dignidad cuando tus hijos te ven como un fracasado?
Al día siguiente salgo temprano a buscar trabajo extra. Camino por las calles polvorientas del barrio, preguntando en talleres mecánicos, tiendas y hasta en una taquería donde me ofrecen lavar platos por unas monedas. Acepto sin pensarlo. Regreso a casa tarde, cansado y oliendo a grasa.
Emiliano ni siquiera me mira cuando llego. Está pegado al celular viejo que le regaló su tía hace dos años, chateando con amigos que presumen sus vidas en Instagram. Siento un nudo en el estómago.
Días después, encuentro a Emiliano hablando con unos chicos en la esquina. Reconozco a uno: es Toño, conocido por vender cosas robadas. Me acerco y los muchachos se dispersan rápidamente.
—¿Qué hacías con ellos? —le pregunto a Emiliano.
—Nada —responde desafiante—. ¿Ahora también vas a vigilarme?
—Solo quiero protegerte —digo, sintiendo miedo por primera vez.
—¡No necesito tu protección! ¡Necesito dinero!
La palabra queda flotando entre nosotros como una sentencia. Me doy cuenta de que Emiliano está dispuesto a buscar lo que yo no puedo darle, aunque sea por caminos peligrosos.
Esa noche discuto con Lucía. Ella llora y me culpa por ser demasiado duro; yo le reprocho por consentirlo demasiado. La casa se llena de reproches viejos: que si yo nunca estoy, que si ella no pone límites, que si Emiliano es un malagradecido…
Nuestra hija menor, Sofía, escucha todo desde su cuarto y al día siguiente me abraza fuerte antes de irse a la escuela.
—No te vayas nunca, papá —me dice bajito.
Me parte el alma.
Los días pasan y la tensión crece. Un sábado por la tarde Emiliano no regresa a casa. Lucía entra en pánico; yo salgo a buscarlo por las calles del barrio preguntando a todos los vecinos. Nadie sabe nada. Llamo a sus amigos; ninguno responde.
A medianoche Emiliano aparece en la puerta, sucio y con los ojos rojos. No dice nada; solo entra directo a su cuarto. Lucía lo abraza llorando; yo me quedo parado sin saber si gritarle o abrazarlo también.
Al día siguiente encuentro en su mochila unos billetes arrugados y una cajita de celular nueva. Me tiemblan las manos cuando lo confronto.
—¿De dónde sacaste esto?
Él baja la mirada y no responde.
—¿Te das cuenta del peligro? ¿De lo que puedes perder?
Emiliano rompe a llorar como cuando era niño y me abraza fuerte.
—Perdóname, papá… Solo quería ser como los demás…
Lo abrazo también y lloro con él. En ese momento entiendo que el dinero ha roto algo más profundo: la confianza entre nosotros.
Esa noche hablamos largo rato los tres: Emiliano promete cambiar; yo prometo escuchar más y juzgar menos; Lucía promete apoyarnos sin reproches. No tenemos soluciones mágicas ni dinero extra, pero al menos recuperamos algo de esperanza.
Hoy sigo trabajando doble turno y Emiliano ayuda a su mamá vendiendo tamales los fines de semana. No tenemos lujos ni celulares nuevos, pero volvemos a cenar juntos cada noche.
A veces me pregunto: ¿En qué momento dejamos que el dinero valiera más que el amor? ¿Cuántas familias más estarán luchando como nosotros? ¿Será posible volver a soñar sin sentirnos menos?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?