¿Por Qué Nos Olvidaron Nuestras Hijas?
—¿Por qué no vinieron, Marta? —le pregunté a mi esposo mientras mirábamos la mesa puesta para cuatro, pero solo estábamos nosotros dos. El arroz con pollo se enfriaba, y el silencio de la casa pesaba más que nunca.
No era la primera vez que nuestras hijas nos dejaban esperando. Pero esa noche, después de tantos años de sacrificio, sentí que algo dentro de mí se rompía. Recordé los días en la fábrica, el olor a grasa y sudor pegado en la piel, las manos agrietadas de tanto limpiar piezas metálicas. Mi esposo y yo trabajábamos turnos dobles para que Mariana y Lucía pudieran ir a un colegio decente en el centro de Lima. No era un colegio de ricos, pero tampoco era como los del barrio, donde los profesores ni siquiera llegaban a tiempo.
—Quizás están ocupadas —intentó consolarme Marta, aunque su voz temblaba. Él también sentía el vacío.
Mariana, la mayor, siempre fue la más estudiosa. Recuerdo cuando llegó con su diploma de primer puesto en secundaria. Lloré de orgullo. Lucía era más rebelde, pero tenía un corazón noble; siempre defendía a sus amigas cuando alguien las molestaba. Nos prometimos que haríamos todo lo posible para que ellas tuvieran una vida mejor que la nuestra.
Pero la vida no fue fácil. Había días en que solo comíamos pan con té para ahorrar y pagar las mensualidades del colegio. Cuando Mariana quiso ir a la universidad, vendimos el televisor y hasta mi anillo de compromiso para pagarle los libros. Lucía soñaba con ser bailarina, y aunque no teníamos dinero para una academia elegante, le compré zapatillas usadas y le cosí un tutú con retazos.
A veces discutíamos por dinero. Recuerdo una noche en que Marta llegó tarde y cansado, y yo exploté:
—¡No podemos seguir así! ¡Nos estamos matando y ellas ni lo notan!
Él me abrazó fuerte y me dijo:
—Lo hacemos por ellas, Rosa. Algún día lo entenderán.
Pero ese día nunca llegó.
Cuando Mariana se graduó como abogada, apenas nos invitó a la ceremonia. Lucía se fue a vivir con su novio sin despedirse. Ahora, cada vez que llamamos, siempre tienen una excusa: el trabajo, los amigos, el tráfico. Las fiestas familiares se volvieron silenciosas; las fotos antiguas son lo único que nos queda.
Hace poco, Mariana vino a casa después de meses sin vernos. Traía un aire de superioridad que me dolió más que cualquier palabra.
—Mamá, papá, deberían vender esta casa e irse a un lugar más pequeño. Ya no necesitan tanto espacio —dijo mientras revisaba su celular.
Sentí rabia y tristeza mezcladas. ¿Cómo podía hablar así de la casa donde creció, donde cada pared guarda nuestros sacrificios?
—Esta es nuestra casa —le respondí con voz firme—. Aquí creciste tú y tu hermana.
Ella suspiró como si le diera vergüenza nuestra pobreza.
—No entienden cómo es la vida ahora —dijo antes de irse sin siquiera probar el café que le preparé.
Lucía solo llama cuando necesita dinero. Hace poco pidió prestado para pagar una deuda de su novio. Marta se negó rotundamente:
—No somos un banco, Lucía. Ya basta.
Ella colgó furiosa y no supimos más de ella por semanas.
A veces me pregunto en qué fallamos. ¿Acaso les dimos demasiado? ¿O fue poco? ¿Por qué ahora nos tratan como si fuéramos una carga?
Un domingo cualquiera, salí al mercado y escuché a doña Carmen hablando con otras vecinas:
—Mis hijos ni me llaman —decía llorando—. Solo existo cuando necesitan algo.
Me acerqué y compartí mi historia. Pronto éramos varias madres contando lo mismo: hijos ingratos, sacrificios invisibles, soledad en la vejez. Nos dimos cuenta de que no éramos las únicas.
Esa noche, al regresar a casa, miré a Marta y le dije:
—¿Valió la pena todo esto? ¿De qué sirve tanto esfuerzo si al final terminamos solos?
Él me tomó la mano y juntos lloramos en silencio.
Hoy escribo esto porque sé que muchas madres y padres sienten lo mismo en toda Latinoamérica: trabajamos duro para darles todo a nuestros hijos, pero cuando crecen parece que se olvidan de dónde vienen. ¿Será culpa nuestra por no enseñarles a valorar el sacrificio? ¿O es simplemente la vida moderna que los aleja?
A veces me despierto en la madrugada y me pregunto: ¿merecemos este desprecio después de haberlo dado todo? ¿Qué piensan ustedes? ¿Alguna vez sintieron este dolor?