¿Por qué sigo triste, aunque fui la otra? La historia de Mariana desde Medellín

—¿Por qué no contestas, Juan Pablo? —susurré, apretando el celular con las manos sudorosas mientras veía cómo el reloj marcaba las 2:17 de la madrugada. Afuera, la lluvia golpeaba con furia los techos de Medellín, y yo sentía que cada gota era un reproche directo a mi conciencia.

No era la primera vez que esperaba su llamada en medio de la noche, ni sería la última. Pero esa noche, el silencio era más pesado que nunca. Me llamo Mariana, tengo 32 años y, aunque me avergüenza admitirlo, fui la otra. La amante. La sombra en la vida de un hombre casado.

Todo comenzó hace dos años, cuando Juan Pablo llegó a la oficina como nuevo gerente de proyectos. Su sonrisa era de esas que te hacen sentir vista, como si por fin alguien entendiera tu soledad. Yo venía de una relación rota, con una madre enferma y un padre ausente desde que tengo memoria. Medellín puede ser una ciudad cálida, pero también puede tragarse a los solitarios como yo.

—Mariana, ¿me ayudas con este informe? —me preguntó él una tarde cualquiera.

—Claro, Juan Pablo —le respondí, sin imaginar que ese sería el inicio del fin para mí.

Al principio todo fue inocente: cafés después del trabajo, mensajes en horarios extraños, risas compartidas en pasillos vacíos. Pero pronto llegaron las miradas largas y las excusas para quedarnos solos. Una noche, después de una reunión interminable, me llevó a casa porque llovía demasiado para caminar. Nos quedamos en el carro, escuchando salsa vieja en la radio. Él me tomó la mano y sentí que el mundo se detenía.

—No debería estar haciendo esto —me dijo con voz temblorosa.

—Yo tampoco —le respondí, pero no solté su mano.

Esa fue la primera vez que me besó. Y también fue el primer día que empecé a mentirle a mi mejor amiga, a mi mamá y sobre todo a mí misma. Me convencí de que lo nuestro era diferente, que él no era feliz con su esposa y que tarde o temprano me elegiría a mí.

Pero la realidad en Colombia es dura para las mujeres como yo. Nadie te perdona ser la otra. Las amigas te juzgan, la familia te da la espalda y hasta los vecinos murmuran si sospechan algo. Yo vivía con el miedo constante de que alguien nos viera juntos en algún café del centro o en un centro comercial de El Poblado.

Juan Pablo siempre tenía una excusa para no quedarse conmigo los fines de semana: «Es el cumpleaños de mi hijo», «Mi esposa está enferma», «Tengo que visitar a mi suegra». Yo me aferraba a los martes y jueves por la noche, cuando podía sentirme amada aunque fuera solo por unas horas.

Mi mamá empezó a notar mi tristeza. Una noche me encontró llorando en la cocina.

—Mija, ¿qué le pasa? Usted antes era tan alegre…

No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle que estaba enamorada de un hombre que nunca sería mío? ¿Cómo decirle que cada vez que él se iba yo sentía que me arrancaban un pedazo del alma?

Un día todo explotó. La esposa de Juan Pablo me llamó al trabajo. No sé cómo consiguió mi número, pero su voz era tan fría como el hielo.

—Sé quién eres y sé lo que haces con mi esposo. Si tienes algo de dignidad, aléjate de él.

Sentí que el mundo se me venía encima. Quise gritarle que yo también sufría, que yo también lo amaba, pero solo pude colgar y encerrarme en el baño a llorar hasta quedarme sin lágrimas.

Después de eso, Juan Pablo empezó a alejarse. Ya no me buscaba como antes, sus mensajes eran cortos y llenos de culpa. Una tarde me citó en un café pequeño cerca del Parque Lleras.

—Mariana, esto no puede seguir así —me dijo sin mirarme a los ojos—. Mi familia está destruida y no puedo perder a mis hijos.

Quise rogarle que se quedara, que luchara por nosotros, pero las palabras se me atoraron en la garganta. Solo pude asentir mientras sentía cómo mi corazón se rompía en mil pedazos.

Los días siguientes fueron un infierno. Perdí peso, dejé de salir con mis amigas y hasta mi jefe notó mi bajo rendimiento en el trabajo. Mi mamá insistía en llevarme a misa o a hablar con una psicóloga del barrio, pero yo solo quería dormir y olvidar todo lo vivido.

Una noche recibí un mensaje de Juan Pablo: «Perdóname por todo el daño que te hice». No respondí. ¿Qué podía decirle? ¿Que aún lo amaba? ¿Que lo odiaba por dejarme así?

Hoy han pasado seis meses desde ese último mensaje. Poco a poco he ido reconstruyendo mi vida: volví a salir con mis amigas, retomé mis estudios de posgrado y hasta adopté un perro callejero al que llamé Simón. Pero aún hay noches como esta en las que la soledad pesa más que nunca y me pregunto si alguna vez podré perdonarme por haber sido la otra.

A veces me miro al espejo y me pregunto: ¿Valió la pena amar así? ¿Cuántas mujeres más viven atrapadas en historias como la mía? ¿Alguna vez podremos dejar de juzgarnos entre nosotras y empezar a sanar juntas?