Promesa bajo las luces de la boda: ¿Sacrificio de madre o traición?

—¿Cómo pudiste hacerme esto, mamá? —La voz de Camila retumba en la sala, tan fría como la noche que se cuela por las ventanas de nuestra casa en el barrio San Martín de Buenos Aires. Siento un nudo en la garganta, pero no puedo llorar. No ahora. No frente a ella.

Toda mi vida soñé con este momento: verla vestida de blanco, radiante, rodeada de flores y música, bailando el vals con su padre bajo las luces cálidas del salón comunitario. Pero la realidad es otra. La realidad es que estoy aquí, frente a mi hija, intentando explicarle por qué el dinero que ahorré durante años para su boda ya no existe.

—Camila, tu hermano necesitaba ese dinero —digo, casi en un susurro, esperando que entienda, que recuerde que somos una familia y que a veces hay que sacrificar sueños por amor.

Ella me mira con los ojos llenos de lágrimas y rabia. —¿Y mi sueño? ¿No importa? Siempre es lo mismo, mamá. Siempre él primero.

Recuerdo el día en que todo cambió. Era un martes cualquiera cuando recibí la llamada del hospital. Mi hijo menor, Tomás, había tenido un accidente en la fábrica donde trabaja desde los diecisiete años. Un descuido, una máquina sin mantenimiento, y de pronto todo nuestro mundo se vino abajo. Los médicos dijeron que necesitaba una operación urgente y costosa. No había tiempo para pensar.

Saqué el sobre azul del armario —el sobre donde guardaba cada billete que lograba ahorrar limpiando casas ajenas, vendiendo empanadas los domingos en la feria— y lo entregué sin dudar. No pensé en la boda de Camila. Pensé en salvarle la pierna a Tomás, en evitarle una vida de dolor y limitaciones.

Pero ahora, frente a mi hija, siento el peso de mi decisión como una piedra en el pecho.

—No es justo —repite Camila, y sus palabras me atraviesan como cuchillos.

Mi esposo, Javier, intenta mediar. —Cami, tu mamá hizo lo que tenía que hacer. Somos una familia…

—¡Una familia donde yo siempre soy la última! —grita ella, y sale corriendo de la sala, dejando tras de sí un silencio espeso.

Esa noche no duermo. Me quedo sentada en la cocina, mirando las fotos viejas pegadas en la heladera: Camila con sus trenzas en el primer día de escuela; Tomás abrazándola en Navidad; los tres riendo en la playa de Mar del Plata cuando todavía éramos felices y todo parecía posible.

Al día siguiente, voy al trabajo con los ojos hinchados. Mi jefa, doña Rosa, me mira con lástima pero no pregunta nada. En la casa donde limpio, escucho a las señoras hablar de sus hijas y sus bodas lujosas en Puerto Madero. Me muerdo los labios para no llorar mientras froto el piso.

Por la tarde, intento hablar con Camila. La encuentro en su cuarto, empacando cosas en una valija.

—¿Te vas? —pregunto con voz temblorosa.

—Me voy a lo de Lucía —responde sin mirarme—. Necesito tiempo para pensar.

Me acerco y le tomo la mano. —Hija, yo solo quería lo mejor para ustedes…

Ella se suelta bruscamente. —¿Y yo? ¿Quién piensa en mí?

La veo marcharse y siento que algo dentro de mí se rompe. ¿En qué momento perdí a mi hija? ¿Cuándo dejó de verme como su protectora para verme como su enemiga?

Los días pasan lentos y pesados. Tomás se recupera poco a poco; cada vez que lo veo caminar con dificultad siento alivio y culpa al mismo tiempo. Javier intenta animarme: —Ya va a entender, Mariana. Dale tiempo.

Pero yo sé que el tiempo no siempre cura todo. En el barrio, las vecinas murmuran: «Pobre Camila, se quedó sin boda»; «Mariana hizo lo correcto»; «Yo no sé si podría elegir entre mis hijos así». Sus palabras me persiguen como fantasmas.

Un domingo cualquiera, Camila regresa a casa para buscar unos papeles. Nos cruzamos en la puerta.

—¿Podemos hablar? —le pregunto con voz baja.

Ella asiente, pero mantiene la distancia.

—Sé que estás dolida —empiezo—. Yo también lo estoy. Nunca quise hacerte daño. Pero cuando vi a tu hermano en esa camilla… sentí que tenía que salvarlo. No podía perderlo.

Camila baja la mirada. Por primera vez noto el cansancio en su rostro.

—Yo solo quería sentirme importante para vos —susurra—. Siempre sentí que Tomás era tu favorito.

Me acerco y le acaricio el cabello como cuando era niña.

—No tengo favoritos, Cami. Los amo a los dos con todo mi corazón. Pero a veces la vida nos obliga a elegir entre dos cosas imposibles.

Ella llora en silencio y yo la abrazo fuerte, deseando poder borrar todo el dolor.

—¿Y ahora qué hacemos? —pregunta entre sollozos.

No tengo respuestas fáciles. Solo puedo prometerle que haré todo lo posible para ayudarla a tener su boda algún día, aunque sea sencilla, aunque no haya lujos ni flores caras.

Esa noche ceno sola en la cocina y pienso en todas las madres del barrio que han tenido que elegir entre un hijo y otro; entre pagar la renta o comprar los útiles escolares; entre soñar y sobrevivir.

¿Es posible ser una buena madre cuando el mundo te obliga a sacrificar los sueños de tus hijos? ¿O siempre quedará una herida imposible de sanar?