¿Puedo perdonar a mi madre que me abandonó por su esposo?

—¿Por qué no puedo dejar de temblar?— me pregunté mientras miraba por la ventana, viendo cómo la lluvia golpeaba el techo de lámina de la casa de mi abuela. Tenía once años cuando mi madre me dejó aquí, en este barrio de Guadalajara donde las calles se inundan y los perros ladran toda la noche. Recuerdo su voz esa tarde, temblorosa pero firme: “Lo siento, Lucía, pero no puedo llevarte conmigo. Javier no quiere hijos que no sean suyos.”

Mi abuela, Doña Rosa, me abrazó fuerte esa noche. “No llores, mija. Aquí tienes tu casa.” Pero yo lloré igual, cada noche durante meses, preguntándome qué tenía de malo para que mi propia madre prefiriera a un hombre antes que a mí. Crecí viendo cómo las amigas del barrio salían con sus madres al mercado, mientras yo ayudaba a la abuela a vender tamales en la esquina.

Los años pasaron y aprendí a endurecer el corazón. Mi madre me llamaba de vez en cuando, pero siempre era rápido, como si tuviera prisa por colgar. “¿Cómo estás, Lucía? ¿La abuela sigue bien? Bueno, cuídate mucho.” Nunca preguntó cómo me sentía realmente. Yo fingía que no me importaba, pero cada vez que colgaba el teléfono, sentía ese hueco en el pecho.

Cuando cumplí diecisiete, la abuela enfermó y tuve que dejar la prepa para trabajar en una panadería. “Eres fuerte, Lucía,” me decía Doña Rosa desde su cama. “No eres como tu madre.” Yo no sabía si eso era un consuelo o una condena.

A los veinticinco, la abuela murió. Me quedé sola en la casa vieja, con las paredes llenas de fotos descoloridas y el eco de las canciones de Pedro Infante que ella ponía los domingos. Aprendí a sobrevivir sola, a desconfiar de las promesas y a no esperar nada de nadie.

Hasta que una noche, hace apenas una semana, escuché golpes en la puerta. Eran casi las once y la lluvia caía como si el cielo estuviera llorando conmigo. Abrí y ahí estaba ella: mi madre, empapada, con los ojos hinchados y una maleta rota en la mano.

—Lucía… hija… —su voz era apenas un susurro—. No tengo a dónde ir. Javier me dejó por otra mujer y me corrió de la casa. No tengo dinero ni familia… sólo te tengo a ti.

Sentí que el mundo se detenía. Quise gritarle todo lo que había guardado durante años: el dolor, la rabia, la soledad. Pero sólo pude quedarme ahí, mirándola como si fuera una extraña.

—¿Por qué vienes ahora? —le pregunté con la voz quebrada—. ¿Por qué no me buscaste cuando te necesitaba?

Ella bajó la mirada, avergonzada.

—Fui una cobarde… Pensé que Javier me amaba y que contigo estarías mejor… No supe cómo regresar…

La dejé pasar porque no podía dejarla bajo la lluvia, pero el resentimiento era un nudo en mi garganta. Esa noche dormí poco; escuchaba sus sollozos desde el sillón donde se acomodó. Al día siguiente, intentó ayudarme en la cocina, pero todo era incómodo, forzado.

—Lucía, sé que no merezco tu perdón —me dijo mientras lavaba los trastes—. Pero estoy aquí porque no tengo a nadie más…

No respondí. ¿Cómo se responde a eso? ¿Cómo se perdona a quien te abandonó?

Los días pasaron y la tensión crecía. Mi madre intentaba acercarse: cocinaba mi platillo favorito, limpiaba la casa, me contaba historias de cuando era niña en Michoacán. Pero yo sólo veía a la mujer que me dejó atrás.

Un domingo por la tarde, mientras tomábamos café en el patio, exploté.

—¿Sabes cuántas veces soñé con que volvieras? —le dije entre lágrimas—. ¿Sabes lo que es ver a tus amigas con sus madres y sentirte invisible? ¿Sabes lo que es cuidar a una abuela enferma mientras tú vivías tu vida con ese hombre?

Mi madre lloró también. “No hay excusa para lo que hice… Sólo puedo pedirte perdón.”

El silencio se hizo pesado entre nosotras. Pensé en todas las veces que deseé tener una familia normal, en los cumpleaños sin pastel ni abrazos de madre. Pensé en la soledad y en el miedo de convertirme en alguien igual de fría.

Esa noche, mientras veía las luces de la ciudad desde mi ventana, me pregunté si podía romper el ciclo del abandono. Si podía ser mejor persona que ella. Si el perdón era posible o sólo una fantasía para quienes nunca han sido heridos así.

Hoy mi madre sigue aquí, durmiendo en el cuarto donde antes dormía la abuela. No sé si algún día podré perdonarla por completo. Pero tampoco quiero vivir con odio toda mi vida.

¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Es posible perdonar a quien te rompió el corazón siendo niña? ¿O hay heridas que nunca sanan?