Puertas Cerradas: La Historia de Janina y Mi Familia

—¡No quiero verlos más en mi casa! —gritó Janina, su voz retumbando en las paredes como un trueno en plena tormenta tropical. Yo sostenía a mi hija menor, Lucía, que lloraba desconsolada, mientras mi esposo, Rodrigo, intentaba razonar con su madre.

—Mamá, por favor, no tenemos a dónde ir —suplicó él, con los ojos llenos de lágrimas y rabia contenida.

Pero Janina Stanisławowa, mi suegra, no era mujer de compasión. Su rostro duro, marcado por los años y la vida difícil en el campo colombiano, no mostraba ni una pizca de ternura. Siempre fue así: rígida, orgullosa, como si el mundo entero le debiera algo. Y sobre todo, sentía que Rodrigo, su único hijo, debía pagarle por cada sacrificio que ella había hecho.

Esa noche salimos con lo poco que pudimos cargar: una maleta vieja, dos mochilas escolares y un par de mantas. Afuera llovía como si el cielo también llorara por nosotros. Caminamos hasta la terminal de buses del pueblo, buscando refugio en la casa de mi hermana en Medellín. Los niños temblaban de frío y miedo. Yo sentía una mezcla de rabia y tristeza tan profunda que apenas podía respirar.

—¿Por qué nos odia tanto tu mamá? —le pregunté a Rodrigo mientras esperábamos el bus.

Él bajó la mirada. —No lo sé. Tal vez nunca lo sabremos.

Los primeros meses en Medellín fueron un infierno. Mi hermana nos recibió con cariño, pero su apartamento era pequeño y apenas alcanzaba para su propia familia. Rodrigo buscó trabajo de lo que fuera: cargando bultos en la plaza de mercado, vendiendo frutas en la calle. Yo limpiaba casas y cuidaba niños ajenos mientras los míos se quedaban solos en las tardes. Cada noche me preguntaba cómo habíamos llegado a ese punto.

A veces soñaba con Janina. En mis sueños, ella me miraba desde la puerta de su casa, con esa expresión fría y distante. Yo intentaba hablarle, pedirle explicaciones, pero ella simplemente cerraba la puerta en mi cara.

Pasaron los años. Poco a poco salimos adelante. Rodrigo consiguió un trabajo fijo en una fábrica textil; yo logré abrir una pequeña tienda de abarrotes en el barrio. Los niños crecieron fuertes y sanos, aunque a veces preguntaban por su abuela.

—¿Por qué la abuela Janina nunca nos llama? —preguntó Lucía un día.

No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle a una niña que hay personas incapaces de amar?

La vida siguió su curso hasta que un día recibí una llamada inesperada. Era doña Rosaura, vecina de Janina en el pueblo.

—Mija, ¿usted sabe algo de doña Janina? Está muy enferma y sola… Nadie la visita.

Sentí un nudo en el estómago. Rodrigo escuchó la conversación y se quedó en silencio largo rato. Finalmente dijo:

—Tal vez deberíamos ir a verla.

No quería hacerlo. Recordaba demasiado bien el frío de aquella noche, el llanto de mis hijos, la humillación. Pero algo dentro de mí —quizás la esperanza de cerrar heridas— me impulsó a acompañarlo.

Viajamos al pueblo después de casi diez años. La casa de Janina estaba igual: paredes encaladas, tejas viejas y ese olor a café recién hecho mezclado con humedad. Tocamos la puerta y escuchamos su voz débil desde adentro:

—¿Quién es?

—Soy Rodrigo… Mamá.

La puerta se abrió lentamente. Janina estaba encorvada, más pequeña de lo que recordaba, con el cabello completamente blanco y los ojos apagados.

—Pensé que nunca volverían —susurró.

Entramos en silencio. La casa estaba desordenada; platos sucios en la mesa, ropa amontonada en una esquina. Me dolió verla así: tan sola, tan vulnerable.

Durante los días siguientes cuidamos de ella. Lucía y Mateo —nuestro hijo mayor— limpiaron la casa y prepararon comida. Rodrigo llevó a Janina al médico y le compró medicinas. Yo la ayudé a bañarse y le peiné el cabello como si fuera una niña pequeña.

Una tarde, mientras le servía sopa caliente, Janina me miró fijamente.

—¿Por qué volviste? Después de todo lo que te hice…

Sentí que el corazón se me partía en dos.

—Porque nadie merece morir solo —le respondí con voz temblorosa.

Ella bajó la cabeza y murmuró:

—Siempre tuve miedo… miedo de perder a Rodrigo, miedo de quedarme sola… Por eso fui tan dura contigo…

Por primera vez vi lágrimas en sus ojos. No supe qué decirle. El rencor seguía ahí, pero también sentí compasión por esa mujer rota por sus propios miedos.

Los días pasaron y Janina fue recuperando algo de fuerza. Una mañana nos pidió hablar con todos juntos.

—Sé que no puedo borrar el pasado —dijo— pero quiero pedirles perdón… Sé que sembré dolor donde debía haber dado amor…

Rodrigo lloró como un niño pequeño. Lucía abrazó a su abuela sin entender del todo lo que pasaba. Yo sentí que una parte del peso que cargaba se hacía más liviana.

Cuando llegó el momento de regresar a Medellín, Janina nos miró con tristeza.

—¿Puedo irme con ustedes? No quiero quedarme sola aquí…

Rodrigo dudó unos segundos antes de responder:

—Claro que sí, mamá… Pero esta vez las puertas estarán abiertas para todos.

Ahora vivimos juntos en nuestra casa pequeña pero llena de vida. No fue fácil perdonar ni olvidar; las heridas siguen ahí, recordándonos lo frágiles que somos como familia y como seres humanos. Pero aprendí que el rencor solo nos encierra en habitaciones oscuras donde nadie puede entrar.

A veces me pregunto: ¿Cuántas familias viven historias como la nuestra? ¿Cuántas puertas se cierran por orgullo o miedo? ¿Y cuántas se podrían abrir si tuviéramos el valor de perdonar?