Puertas Cerradas: La Historia de Mariana y los Suegros
—¡Mariana, abre la puerta! ¡Sabemos que estás ahí!— retumbó la voz de Doña Teresa, mi suegra, mientras golpeaba la madera con una fuerza que parecía querer derribarla. Eran las siete de la mañana de un domingo cualquiera, pero en mi casa, los domingos nunca eran tranquilos.
Me quedé quieta, con el corazón latiendo tan fuerte que sentía que se me iba a salir del pecho. Mi esposo, Andrés, dormía profundamente, ajeno al bullicio. Yo, en cambio, llevaba horas despierta, repasando en mi mente todas las veces que había deseado tener el valor de cerrarles la puerta en la cara a mis suegros. Pero en San Miguel del Valle, un pueblo donde las bardas escuchan y los vecinos murmuran detrás de las cortinas, eso sería un escándalo.
Abrí la puerta con resignación. Doña Teresa y Don Ernesto entraron como si fuera su casa. Ella me miró de arriba abajo, buscando cualquier señal de desorden o descuido.
—¿Y Andrés? ¿Todavía duerme?— preguntó con ese tono que mezcla reproche y lástima.
—Sí, tuvo una semana pesada en el taller— respondí, intentando sonar amable.
Don Ernesto ni siquiera me saludó; fue directo al patio a revisar el jardín. Siempre encontraba algo mal: que si las plantas estaban secas, que si el perro ladraba mucho, que si la cerca necesitaba pintura. Yo sabía que era su manera de decirme que no era suficiente.
Me senté en la cocina mientras Doña Teresa empezaba a sacar trastes y a preparar café como si fuera su propia casa. —Mira, Mariana, tú sabes que te queremos mucho, pero deberías pensar en tener hijos ya. Andrés no se va a hacer más joven y tú tampoco. Además, ¿qué van a decir los vecinos?—
Sentí un nudo en la garganta. Esa frase la había escuchado tantas veces que ya no sabía si era una sugerencia o una amenaza. Tenía 33 años y llevaba cinco casada con Andrés. No habíamos podido tener hijos y cada mes era una mezcla de esperanza y decepción. Pero para mis suegros, eso era solo una excusa más para señalarme.
—Estoy haciendo todo lo posible, Doña Teresa— respondí bajito, sin mirarla a los ojos.
Ella suspiró fuerte y me palmeó la mano como si yo fuera una niña tonta. —Pues apúrate, hija. No vaya a ser que Andrés se canse de esperar.—
En ese momento sentí una rabia tan grande que tuve que morderme el labio para no gritarle. ¿Por qué siempre era mi culpa? ¿Por qué nadie le preguntaba a Andrés cómo se sentía él? ¿Por qué en este pueblo todo lo malo recaía sobre las mujeres?
Andrés apareció en la cocina, despeinado y con cara de sueño. Saludó a sus padres y me lanzó una mirada cómplice, como pidiéndome paciencia. Pero yo ya no tenía paciencia.
—¿Otra vez vinieron sin avisar?— le pregunté en voz baja cuando sus padres salieron al patio.
—Mariana, son mis papás… No puedo decirles que no vengan.—
—¿Y yo? ¿Cuándo vas a defenderme a mí?—
Él bajó la mirada y se encogió de hombros. Sentí que estaba sola en esa batalla.
Los días pasaban entre visitas inesperadas, comentarios hirientes y miradas de desaprobación. Mi madre me llamaba desde Veracruz para darme ánimos: —No te dejes, hija. Tú vales mucho.— Pero aquí, entre las paredes de esta casa prestada por mis suegros, me sentía cada vez más pequeña.
Una tarde, después de otra discusión sobre los hijos que no llegaban, salí al mercado a despejarme. Las señoras del pueblo cuchicheaban cuando pasaba: —Pobre Andrés… Tan trabajador y su esposa nada más no puede darle un hijo.—
Compré tomates y cebollas con las manos temblorosas. Al regresar, encontré a Doña Teresa revisando mis cajones.
—¿Qué está haciendo?— le pregunté con voz firme por primera vez.
Ella se sobresaltó pero no se disculpó.—Solo quería ver si tienes remedios para embarazarte. Mi comadre dice que hay unas hierbas muy buenas…—
Sentí que algo dentro de mí se rompía.
—¡Basta! ¡Esta es mi casa! ¡No tiene derecho a meterse en mis cosas!— grité sin poder contenerme.
Doña Teresa me miró como si hubiera visto un fantasma. Andrés llegó corriendo al escuchar los gritos.
—¿Qué pasa aquí?—
—Tu mamá está invadiendo mi privacidad. ¡Ya no puedo más!—
Andrés intentó calmarme pero yo estaba decidida. —O pones límites o me voy.—
Esa noche dormí sola en el cuarto. Andrés se quedó en la sala pensando en todo lo que había pasado. Al día siguiente, Doña Teresa no vino. Ni el siguiente tampoco.
Pasaron semanas sin visitas ni llamadas. El silencio era extraño pero liberador. Andrés empezó a ayudar más en la casa y hablamos por primera vez en años sobre lo que sentíamos realmente.
—Perdón por no haber estado para ti— me dijo una noche mientras cenábamos frijoles con arroz.
—Solo quiero sentir que esta es mi casa también.—
Poco a poco fuimos reconstruyendo nuestra relación. Aprendimos a poner límites y a defender nuestro espacio. Los vecinos siguieron hablando pero ya no me importaba tanto.
Un día recibí una carta de mi madre: «El respeto empieza por uno mismo, hija.» La guardé junto a mi corazón como un escudo contra los juicios ajenos.
Hoy sigo viviendo en San Miguel del Valle. No tengo hijos pero tengo paz. Mis suegros aprendieron a tocar antes de entrar y Andrés aprendió a escucharme.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres más viven prisioneras del qué dirán? ¿Cuándo aprenderemos a cerrar la puerta para proteger nuestra felicidad?