Puertas que cerré para siempre

—¡Mamá, ábreme la puerta! ¡Mamá, por favor!—

Los golpes de Emiliano retumbaban en la lámina de la puerta como truenos en la tormenta. Yo estaba sentada en el sillón, de espaldas a la entrada, apretando con fuerza una taza de café ya frío. El temblor en mis manos no era por el clima de San Salvador, sino por el miedo y la culpa que me carcomían desde hacía años.

—¡Sé que estás ahí! ¡El carro está afuera!— gritó otra vez mi hijo, su voz quebrada entre rabia y súplica.

No respondí. No podía. Sentía que si decía una sola palabra, todo lo que había construido —o fingido construir— se derrumbaría en un instante. Cerré los ojos y recordé la primera vez que Emiliano me gritó así, hace ya casi diez años, cuando su padre aún vivía con nosotros y la casa era un campo de batalla diario.

—¡Heliana, no seas cobarde!— me decía mi madre en sueños, con ese tono seco que usaba cuando yo era niña en Santa Ana. Pero yo no era cobarde. O eso quería creer.

El sonido de los golpes se mezcló con el ladrido de los perros del vecino y el murmullo lejano de una cumbia en la radio. Todo era tan cotidiano y tan ajeno a la vez. Me pregunté cuántas madres en mi colonia estarían pasando por lo mismo: el miedo a su propio hijo, el dolor de ver cómo el amor se transforma en amenaza.

—¡Mamá! ¡No me hagás esto!—

Emiliano tenía 27 años, pero sus gritos eran los de un niño perdido. Yo sabía que afuera estaba borracho, otra vez. Sabía que si abría la puerta, entraría como un huracán: insultos, empujones, tal vez algo peor. Ya había pasado antes. La última vez terminó rompiendo el televisor y lanzando mi celular por la ventana.

—¿Por qué no te vas?— le pregunté una vez, entre lágrimas.

—¡Porque esta también es mi casa!— me respondió con esa furia que sólo él podía tener.

Pero esta vez no iba a ceder. Cerré los ojos y apreté más fuerte la taza. Sentí las lágrimas correr por mis mejillas, calientes y saladas. Pensé en llamar a la policía, pero ¿qué iban a hacer? Ya lo habían detenido antes y siempre volvía peor.

Mi hermana Lucía me había dicho mil veces:

—Heliana, vos tenés que poner límites. Si no lo hacés vos, nadie lo va a hacer por vos.

Pero poner límites a un hijo es como cortarse un brazo con un cuchillo sin filo: duele lento y nunca termina de sanar.

Los golpes cesaron de repente. El silencio fue más aterrador que los gritos. Me levanté despacio y fui hasta la ventana. Lo vi sentado en la acera, con la cabeza entre las manos, sollozando como cuando era niño y se caía de la bicicleta.

Me acordé de cuando Emiliano tenía cinco años y me regaló una flor arrancada del jardín del vecino:

—Para vos, mami, porque sos la mejor del mundo.

¿En qué momento todo se torció? ¿Fue cuando su padre nos abandonó? ¿O cuando yo empecé a trabajar doble turno y él se quedó solo tantas tardes?

La noche cayó sobre San Salvador como una manta pesada. Las luces de los carros pasaban rápidas por la calle principal. Emiliano seguía ahí afuera. Yo seguía adentro, prisionera de mis decisiones.

De pronto, escuché su voz otra vez, más baja:

—Mamá… sólo quiero hablar…

Me tapé los oídos. No podía escucharlo más. Fui a mi cuarto y cerré la puerta con llave. Me tiré en la cama y abracé una almohada como si fuera un salvavidas en medio de un naufragio.

Recordé las veces que intenté buscar ayuda: fui a la iglesia, hablé con psicólogos del centro comunitario, incluso llamé a una tía en Guatemala para pedirle consejo.

—Heliana, vos no tenés la culpa de nada— me dijo ella una vez.— Los hijos toman sus propios caminos.

Pero yo sentía que sí tenía culpa. Que algo había hecho mal. Que tal vez si hubiera sido más firme o más cariñosa o menos ausente…

El celular vibró sobre la mesa de noche. Era un mensaje de Lucía:

“¿Todo bien? Escuché gritos desde mi casa.”

No respondí. No quería hablar con nadie. No quería explicar lo inexplicable: cómo una madre puede temerle a su propio hijo; cómo el amor puede convertirse en miedo; cómo una puerta puede ser el único escudo entre la vida y el desastre.

Pasaron las horas. Escuché pasos afuera y luego el motor de una moto alejándose. Me asomé por la ventana: Emiliano ya no estaba.

Me sentí aliviada y culpable al mismo tiempo. Fui a la sala y me senté otra vez en el sillón. La taza seguía ahí, fría como mi corazón esa noche.

Pensé en todas las madres que conozco: doña Marta, que perdió a su hijo en una balacera; Teresa, cuya hija se fue para Estados Unidos sin despedirse; Carmen, que vive sola porque sus hijos ya no le hablan.

¿Será que todas cargamos con culpas invisibles? ¿Será que todas cerramos puertas alguna vez?

Amaneció sin que pudiera dormir. Salí al patio y vi el sol asomándose tímido entre las nubes grises. Respiré hondo y sentí un poco de paz por primera vez en mucho tiempo.

No sé qué será de Emiliano ni si algún día volverá a buscarme. No sé si hice bien o mal al cerrar esa puerta para siempre. Sólo sé que hoy estoy viva y que merezco vivir sin miedo.

¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Hasta dónde puede llegar el amor de una madre antes de romperse para siempre?