Puertas que nunca volveré a abrir
—¡Mamá, por favor! ¡Ábreme! —La voz de Santiago retumbaba en el pasillo, mezclada con los golpes furiosos de sus puños contra la puerta de metal. Yo estaba sentada en el suelo frío de la cocina, la espalda pegada a la madera, abrazando mis rodillas y apretando una taza de café frío que no recordaba haber preparado. El eco de sus gritos me atravesaba el pecho como cuchillos.
Sabía que estaba ahí. Su camioneta vieja seguía estacionada frente al edificio, como un testigo mudo de todo lo que habíamos perdido. Afuera, la lluvia golpeaba las ventanas del departamento en el centro de Guadalajara, pero adentro, el verdadero diluvio era mi miedo.
—¡Sé que estás ahí! ¡No me puedes dejar afuera! —insistió Santiago, y su voz se quebró en un sollozo que me hizo temblar.
Recordé cuando era niño y venía corriendo a mis brazos después de una pesadilla. «Mamá, no me dejes solo», me decía entonces. ¿En qué momento mi hijo se convirtió en este hombre desconocido, con los ojos rojos y las manos temblorosas? ¿Cuándo fue que el amor se volvió miedo?
Todo empezó hace cinco años, cuando su padre murió en ese accidente absurdo en la carretera a Tepic. Santiago tenía apenas diecisiete años y yo sentí que ambos nos ahogábamos en el mismo dolor. Pero mientras yo me aferraba a la rutina y al trabajo en la panadería, él buscó refugio en las calles, en amigos que nunca conocí y en sustancias que jamás imaginé que tocarían nuestra vida.
Al principio fueron solo sospechas: dinero que desaparecía de mi bolso, llamadas extrañas a medianoche, miradas esquivas. Luego vinieron las discusiones, los gritos, los portazos. Una noche llegó borracho y rompió todos los platos de la cocina. Otra vez, lo encontré dormido en el parque, sucio y con la cara llena de moretones.
—¡Mamá! ¡No me hagas esto! —Su voz volvió a sonar, ahora más baja, casi suplicante.
Me tapé los oídos con las manos. No podía escuchar más. Había pasado años creyendo que podía salvarlo con amor, con paciencia, con sacrificio. Pero cada vez que le abría la puerta después de una recaída, cada vez que le daba dinero «por última vez», solo alimentaba ese monstruo invisible que se lo estaba llevando lejos de mí.
La última vez fue hace dos noches. Llegó drogado, furioso porque no quise darle más dinero. Me insultó, me empujó contra la pared y me gritó cosas que todavía resuenan en mi cabeza: «¡Eres una mierda de madre! ¡Por tu culpa estoy así!». Esa noche dormí con la puerta del cuarto atrancada y el teléfono en la mano.
Hoy decidí cerrar esa puerta para siempre.
—Santiago —dije finalmente, levantándome con dificultad y apoyando la frente contra la puerta—. Hijo… ya no puedo más. Te amo con todo mi corazón, pero no puedo seguir abriéndote cada vez que vienes así. Necesitas ayuda… pero yo ya no puedo dártela.
Del otro lado hubo silencio. Luego escuché un golpe sordo, como si se hubiera dejado caer al suelo.
—¿Entonces me vas a dejar morir aquí afuera? —susurró.
Las lágrimas me corrían por las mejillas. Quise abrir la puerta, abrazarlo como cuando era niño y prometerle que todo estaría bien. Pero sabía que si lo hacía, mañana sería igual o peor.
—No te estoy dejando solo —le respondí con voz temblorosa—. Te estoy dejando elegir. Cuando estés listo para buscar ayuda de verdad… aquí estaré. Pero hoy… hoy no puedo abrirte.
El silencio se hizo eterno. Escuché sus pasos alejándose por el pasillo y luego el portazo del edificio. Me dejé caer al suelo y lloré hasta quedarme sin fuerzas.
Esa noche no dormí. Cada ruido del edificio me hacía saltar. Pensaba en todas las veces que le prometí a mi esposo cuidar de nuestro hijo pase lo que pase. Pensaba en mi madre diciéndome: «Los hijos son prestados; uno solo puede guiarlos hasta cierto punto».
A la mañana siguiente encontré una nota debajo de la puerta: «Perdóname, mamá». No sé dónde está Santiago ahora. No sé si está bien o si sigue perdido en esa oscuridad que lo consume desde hace años.
A veces salgo al balcón y veo su camioneta oxidándose bajo el sol tapatío. Me pregunto si algún día volverá sobrio, con los ojos limpios y el corazón dispuesto a sanar. Me pregunto si hice lo correcto o si simplemente fui una cobarde incapaz de soportar más dolor.
Pero también sé que hoy puedo respirar sin miedo a los gritos ni a los golpes. Que por primera vez en años dormí sin sobresaltos. Y aunque mi corazón está roto, sé que cerré esa puerta para salvarme a mí misma… y quizás también a él.
¿Hasta dónde debe llegar una madre por amor? ¿Cuándo es momento de soltar para no hundirse junto con quien amas? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?