¿Qué pasa cuando la familia se rompe? El miedo que no se dice

—¿Y si mis papás sí se separan? —me pregunté mientras sentía el estómago hecho un nudo, como si me hubieran dado un puñetazo por dentro. El sol de la tarde caía a plomo sobre nosotros, pero yo apenas lo sentía. Caminábamos de regreso de la secundaria, tres amigos, riendo y empujándonos como siempre. Pero esa tarde, mi risa era hueca. Mis pensamientos no me dejaban en paz.

—¡Órale, Emiliano! ¿Vienes en la noche a rodar en bici? Ayer con el Toño nos fuimos hasta el parque y estuvo chido —me dijo Diego, dándome un codazo.

—No sé… —respondí, bajando la mirada.

—¿Qué te pasa? ¿Te peleaste con tu jefa o qué? —preguntó Toño, medio en broma, medio en serio.

No supe qué contestar. ¿Cómo explicarles que desde hace semanas escucho gritos detrás de la puerta de mi cuarto? Que mi mamá llora en silencio en la cocina y mi papá llega cada vez más tarde, oliendo a cigarro y a tristeza. Que anoche escuché la palabra «divorcio» flotando entre sus voces rotas.

—Nada, sólo estoy cansado —mentí. Pero ellos sabían que algo no estaba bien. Diego me miró con esos ojos que todo lo entienden y no dijo nada más.

Nos despedimos frente al edificio donde vive Toño. Me quedé parado un momento, viendo cómo entraba corriendo, gritando «¡Mamá, ya llegué!». Sentí una punzada de envidia. Yo no quería llegar a mi casa.

Subí las escaleras despacio, arrastrando los pies. Al abrir la puerta, el silencio me golpeó. Mi mamá estaba sentada en la mesa, con los ojos rojos y una taza de café frío entre las manos. Mi hermana menor, Valeria, jugaba con sus muñecas en el piso, ajena a todo.

—¿Cómo te fue en la escuela? —preguntó mi mamá sin mirarme.

—Bien —respondí, dejando la mochila en el sillón.

Quise preguntarle si era cierto lo que escuché anoche. Si de verdad iban a separarse. Pero las palabras se me atoraron en la garganta. Me fui directo al cuarto y me tiré en la cama, mirando el techo. Afuera, los niños jugaban fútbol en la calle y sus gritos se colaban por la ventana.

No sé cuánto tiempo pasó. Escuché la puerta principal abrirse y cerrarse con fuerza. La voz de mi papá retumbó en el pasillo:

—¿Otra vez sopa? ¡Siempre lo mismo! —gritó.

El llanto de Valeria llenó la casa. Me tapé los oídos con la almohada, pero los gritos seguían ahí, como cuchillos cortando el aire.

Esa noche cenamos en silencio. Nadie se atrevía a mirarse a los ojos. Mi papá se fue a dormir temprano y mi mamá lavó los trastes con movimientos lentos, como si cada plato pesara una tonelada.

Me acerqué a ella y le pregunté en voz baja:

—¿Mamá… ustedes se van a divorciar?

Ella dejó caer un vaso al fregadero y se rompió en mil pedazos. Se quedó quieta un momento, respirando hondo.

—No lo sé, Emiliano… —susurró—. A veces las cosas no salen como uno quiere.

Me abrazó fuerte y sentí sus lágrimas mojándome el cabello. Yo también lloré, aunque traté de hacerlo en silencio para que Valeria no escuchara.

Esa noche no pude dormir. Pensaba en todo lo que cambiaría si mis papás se separaban: ¿Con quién viviría? ¿Vería menos a mi papá? ¿Qué le diría a mis amigos? ¿Por qué tenía que pasarme esto justo a mí?

En la escuela traté de actuar normal, pero Diego me jaló aparte durante el recreo.

—¿Neta todo bien? —insistió.

No pude más y le conté todo: los gritos, las peleas, el miedo que sentía cada vez que llegaba a casa. Diego me escuchó sin interrumpir.

—Mi primo pasó por lo mismo —me dijo al final—. Al principio fue horrible, pero luego las cosas mejoraron. Ya no había gritos y hasta podía ver a su papá los fines de semana sin broncas.

Eso me dio un poco de esperanza, pero el miedo seguía ahí. Esa tarde llegué a casa y encontré a mi papá empacando una maleta.

—¿Te vas? —pregunté con voz temblorosa.

Él asintió sin mirarme.

—Voy a quedarme unos días con tu abuela… Necesito pensar —dijo secamente.

Quise abrazarlo, decirle que no se fuera, pero me quedé quieto como una estatua. Cuando salió por la puerta, sentí que algo dentro de mí se rompía para siempre.

Los días siguientes fueron extraños. Mi mamá lloraba menos, pero estaba más callada que nunca. Valeria preguntaba por papá todo el tiempo y yo no sabía qué decirle. En la escuela me costaba concentrarme; los maestros decían que estaba distraído.

Una tarde, Diego y Toño vinieron por mí para ir al parque en bici. Dudé un momento, pero al final salí con ellos. Sentí el viento en la cara y por un rato olvidé todo lo malo. Nos reímos tanto que hasta me dolió el estómago.

Al regresar a casa encontré a mi mamá esperándome con una carta en la mano.

—Es de tu papá —me dijo.

La abrí con manos temblorosas:

«Hijo,
Sé que esto es difícil para ti y para tu hermana. No es tu culpa ni la de nadie. A veces los adultos cometemos errores y no sabemos cómo arreglarlos. Te quiero mucho y siempre voy a estar para ti, aunque ya no viva aquí todos los días.
Papá»

Lloré otra vez, pero esta vez fue diferente. Sentí alivio al saber que no era mi culpa. Que aunque todo cambiara, mi papá seguiría siendo mi papá.

Poco a poco las cosas fueron encontrando su lugar. Mi mamá empezó a sonreír otra vez; Valeria se acostumbró a ver a papá los fines de semana; yo aprendí que está bien pedir ayuda cuando uno se siente perdido.

A veces todavía me duele ver familias completas en las películas o escuchar a mis amigos hablar de sus papás como si nada pasara. Pero también aprendí que cada familia es diferente y que no hay una sola forma de ser feliz.

Hoy miro hacia atrás y me pregunto: ¿Cuántos niños como yo sienten ese miedo callado cada noche? ¿Por qué nos da tanto miedo hablar de lo que duele?