Quince Años Juntos: Un Viaje, Una Decisión y el Peso de lo No Dicho
—¿Vas a dejarme, verdad?—La voz de Mariana tembló en la penumbra de nuestra recámara, apenas iluminada por la luz que se colaba desde el pasillo. Me quedé helado. No esperaba que lo supiera, ni mucho menos que lo dijera así, tan directo, como si arrancara una venda de una herida que nunca terminó de cerrar.
No respondí. ¿Qué podía decirle? ¿Que sí? ¿Que después de quince años juntos, dos hijos y una vida construida a base de silencios y rutinas, ya no sentía nada? ¿Que la oportunidad de trabajar seis meses en Santiago de Chile era mi escape perfecto para pensar cómo terminarlo todo?
Pero no dije nada. Solo me levanté, tomé mi maleta y salí rumbo al aeropuerto, dejando atrás el olor a café frío y la foto familiar sobre la mesa del comedor. Mis hijos, Emiliano y Valeria, dormían ajenos a la tormenta que se avecinaba.
En el avión, mientras veía las luces de Ciudad de México perderse entre las nubes, sentí una mezcla de culpa y alivio. Recordé cuando conocí a Mariana en la universidad: ella con su risa fácil y yo con mis sueños enormes. Nos casamos jóvenes, demasiado jóvenes quizá. La vida nos fue llevando por caminos distintos; ella se volcó en los niños y yo en el trabajo. Las conversaciones se volvieron listas de pendientes: «¿Pagaste la luz?», «¿Ya llevaste a Emiliano al doctor?». El amor se volvió costumbre.
En Santiago todo era nuevo: el frío del invierno austral, los acentos distintos, la comida picante pero diferente a la nuestra. El trabajo me absorbía, pero por las noches el silencio era aún más pesado que en casa. Me preguntaba si Mariana lloraba o si ya estaba planeando su vida sin mí.
Un viernes, después de una semana agotadora, acepté la invitación de mis compañeros chilenos para ir a un bar. Entre risas y tragos, conocí a Lucía, una ingeniera argentina que también trabajaba en el proyecto. Su manera de hablar me recordaba a Mariana cuando era joven: apasionada, directa, sin miedo a decir lo que pensaba.
—¿Y tu familia?—me preguntó Lucía mientras compartíamos una empanada.
—Tengo esposa e hijos en México—respondí sin pensarlo mucho.
—¿Y eres feliz?
La pregunta me golpeó como un balde de agua fría. No supe qué responder. Cambié de tema y esa noche no pude dormir. Me di cuenta de que llevaba años evitando esa pregunta.
Las semanas pasaron y mi relación con Lucía se volvió más cercana. No hubo infidelidad física, pero sí emocional. Le conté cosas que nunca le dije a Mariana: mis miedos, mis frustraciones, mis sueños rotos. Lucía me escuchaba sin juzgarme.
Un día recibí un mensaje de Mariana: «Emiliano está enfermo. No sé qué hacer». Sentí una punzada en el pecho. Llamé de inmediato y escuché su voz cansada al otro lado del teléfono.
—¿Por qué no estás aquí?—me reclamó entre sollozos.
—Estoy trabajando…
—Siempre estás trabajando, Daniel. Siempre estás lejos.
Colgué sintiéndome el peor hombre del mundo. Esa noche salí a caminar por las calles frías de Santiago y me pregunté si realmente quería dejar todo atrás o si solo estaba huyendo de mí mismo.
El proyecto terminó antes de lo previsto. Volví a México con la decisión tomada: hablaría con Mariana, le diría la verdad y enfrentaríamos juntos las consecuencias. Pero al llegar a casa todo era distinto. Mariana me recibió con un abrazo inesperado; sus ojos estaban hinchados pero había una determinación nueva en su mirada.
—Tenemos que hablar—dijo ella antes de que pudiera decir nada.
Nos sentamos en la sala mientras los niños jugaban en sus cuartos. Mariana respiró hondo y soltó:
—Sé que querías dejarme. Lo supe desde antes de que te fueras. Pero también sé que yo he cambiado… y tú también. No quiero seguir viviendo así, Daniel. No quiero que nuestros hijos crezcan pensando que esto es amor.
Sentí un nudo en la garganta. Por primera vez en años hablamos sin miedo: del dolor, del resentimiento, de las veces que nos fallamos y también de las veces que nos salvamos sin darnos cuenta.
—¿Y ahora qué hacemos?—pregunté casi en un susurro.
Mariana me miró con lágrimas en los ojos:
—No lo sé. Pero quiero intentarlo una vez más… Por nosotros, por los niños. Pero esta vez sin mentiras.
Acepté. No porque estuviera seguro de que funcionaría, sino porque entendí que huir no era la respuesta. Empezamos terapia de pareja; fue doloroso al principio, sacar todo lo guardado durante años. Hubo gritos, reproches y también momentos de ternura inesperada.
Lucía me escribió un correo despidiéndose; entendió que mi lugar estaba aquí, aunque yo aún no lo tuviera claro del todo.
Hoy han pasado seis meses desde mi regreso. No somos los mismos, pero estamos aprendiendo a ser mejores juntos o separados; aún no lo sabemos. Emiliano ya no tiene miedo cuando discutimos porque sabe que ahora hablamos después. Valeria me abraza más fuerte cada mañana antes de ir a la escuela.
A veces me pregunto si realmente es posible empezar de nuevo después de tanto daño o si solo estamos postergando lo inevitable. ¿Vale la pena luchar por algo roto o es mejor dejarlo ir antes de destruirnos por completo?
¿Ustedes qué harían? ¿Han sentido alguna vez que la rutina mata el amor o creen que siempre hay una segunda oportunidad?