Raíces entre Rosas y Espinas: El Jardín que Me Devolvió a Mi Hija

—¿Por qué insistes en llamarme si sabes que no voy a contestar? —la voz de Camila retumbó en el altavoz del celular, fría como el viento que se colaba por la rendija de la ventana.

Me quedé mirando mis manos, manchadas de tierra y sudor. Afuera, el sol del mediodía caía sobre mi pequeño jardín, ese que había construido con tanto esfuerzo tras años de vivir en un departamento gris en el centro de Guadalajara. Recordé los días en los que apenas tenía espacio para una maceta de geranios en el balcón, y cómo soñaba con sentir la tierra bajo mis uñas, plantar semillas y verlas crecer. Pero nada de eso importaba ahora. Lo único que quería era escuchar la voz de mi hija sin sentir esa distancia helada entre nosotras.

—Camila, solo quería saber cómo estás… —mi voz tembló, pero me obligué a seguir—. Si necesitas algo, sabes que aquí estoy.

—No necesito nada, mamá. Estoy ocupada. —Y colgó.

Me quedé sentada en el borde del cantero, sintiendo cómo el silencio se hacía más pesado que nunca. ¿En qué momento se había roto todo? ¿Fue cuando su papá nos dejó por otra mujer? ¿O cuando tuve que trabajar doble turno en la panadería para pagarle la universidad? Siempre pensé que lo hacía por ella, pero tal vez nunca supe escucharla de verdad.

El jardín fue mi refugio cuando la soledad se volvió insoportable. Cada mañana, antes de que el sol saliera, salía a regar las plantas y hablarles en voz baja, como si fueran mis amigas. Planté bugambilias porque me recordaban a mi infancia en Michoacán, rosas porque mi abuela decía que traían buena suerte, y jazmines porque a Camila le encantaba su aroma cuando era niña.

Una tarde, mientras trasplantaba unas dalias, escuché el timbre. Me limpié las manos en el delantal y fui a abrir. Era mi vecina, Doña Teresa.

—¿Otra vez sola, Lupita? —me preguntó con esa mezcla de compasión y curiosidad tan típica del barrio.

—Así es, Doña Tere. Pero mire qué bonito está quedando el jardín —intenté sonreír.

—Dicen que las plantas sienten cuando uno está triste —me dijo, mirándome a los ojos—. ¿Por qué no invitas a tu hija a verlo? A lo mejor aquí encuentra algo que la haga volver.

Esa noche no pude dormir. Pensé en todas las veces que intenté acercarme a Camila y ella me rechazó. Pero también recordé sus risas de niña, cuando corría entre los árboles del parque y recogía flores para mí. Tal vez Doña Tere tenía razón. Tal vez el jardín podía ser nuestro puente.

Al día siguiente le mandé un mensaje: “Camila, planté jazmines como los que te gustaban. Si algún día quieres venir a verlos, aquí estaré”. No hubo respuesta.

Pasaron semanas. El jardín florecía mientras mi esperanza se marchitaba poco a poco. Hasta que una tarde de lluvia escuché pasos en el portón. Salí corriendo y ahí estaba ella, empapada y temblando.

—Se me ponchó la llanta —dijo sin mirarme a los ojos—. No sabía a quién más llamar.

La invité a pasar. Le preparé un café y le ofrecí una toalla seca. Nos sentamos frente al ventanal que daba al jardín. El aroma de los jazmines llenaba la sala.

—¿Por qué hiciste esto? —preguntó de repente, señalando las flores—. ¿Para qué tanto esfuerzo?

Me costó responderle. Sentí un nudo en la garganta.

—Porque necesitaba sentir que podía hacer crecer algo bonito… después de tantos años sintiendo que todo se me moría en las manos —confesé—. Y porque quería tener algo para compartir contigo, aunque fuera solo esto.

Camila guardó silencio largo rato. Luego se levantó y salió al jardín bajo la lluvia. La vi tocar las hojas mojadas, oler los jazmines como cuando era niña. Cuando volvió adentro, tenía los ojos rojos.

—No sé si puedo perdonarte todavía —susurró—. Pero quiero intentarlo.

No dije nada. Solo la abracé fuerte, como si pudiera retenerla para siempre entre mis brazos.

Desde ese día empezó a venir cada semana. Al principio solo hablábamos del jardín: qué plantas necesitaban más sol, cómo combatir las plagas sin usar químicos, cuándo era mejor podar las rosas. Poco a poco las conversaciones se volvieron más profundas: sus miedos, mis errores, nuestras heridas abiertas.

Un domingo trajo a su hijo Emiliano, mi nieto al que apenas conocía. Lo vi correr entre las flores y sentí que algo dentro de mí sanaba al verlo reír.

Pero no todo fue fácil. Hubo días en los que Camila llegaba de mal humor y discutíamos por cualquier cosa: por cómo regaba las plantas o por lo mucho que hablaba Doña Tere cuando venía de visita. A veces me gritaba cosas viejas: “¡Nunca estuviste cuando te necesité!”, “¡Siempre pensaste más en tu trabajo que en mí!”. Yo lloraba en silencio después de cada pelea, pero seguía plantando flores como quien siembra esperanza.

Un día Camila llegó con una noticia inesperada: su esposo la había dejado por otra mujer, igual que su papá años atrás.

—Ahora entiendo cómo te sentiste —me dijo entre lágrimas—. Perdóname por juzgarte tan duro.

La abracé fuerte y le prometí que nunca más estaría sola.

Hoy miro mi jardín desde la ventana y todavía me cuesta creer que este pedacito de tierra haya sido capaz de sanar tanto dolor. Las flores siguen creciendo, igual que nuestra relación. Emiliano viene cada fin de semana a ayudarme a plantar semillas nuevas y Camila ya no teme mostrarme sus heridas.

A veces me pregunto: ¿Cuántas madres e hijas viven separadas por orgullos viejos o palabras no dichas? ¿Cuántos jardines podrían florecer si nos atreviéramos a sembrar perdón?