Raíces que no alcanzó a sembrar

—No te vayas todavía, Julián. —Mi voz temblaba mientras él se ponía la chaqueta, el sol apenas asomando entre los cerros de nuestro pequeño pueblo en Antioquia.

Él sonrió, esa sonrisa cansada que usaba para tranquilizarme cuando sabía que no podía prometer nada. —Vuelvo antes del almuerzo, Zoraida. Hoy sí planto el guayacán, te lo juro.

Pero ese día nunca llegó. El reloj de bolsillo que me dejó, con la tapa abollada y el cristal rajado, se detuvo a las cinco y media. No sé si fue casualidad o si el tiempo decidió congelarse justo cuando la noticia llegó a mi puerta: Julián no volvería. Un accidente en la carretera, dijeron. Un camión sin frenos, una curva traicionera, y mi mundo se partió en dos.

Me quedé sola con la casa vieja, los hijos lejos —Camila en Medellín, luchando por un trabajo digno; Mateo en Buenos Aires, persiguiendo sueños que ni entiendo— y ese árbol que nunca plantamos juntos. El guayacán seguía en su bolsa de vivero, las raíces asomando como si también buscaran a Julián.

Las primeras semanas fueron un desfile de vecinos trayendo café y palabras huecas. Mi suegra, doña Teresa, se instaló en la casa con su duelo ruidoso y sus rezos interminables. —Dios lo quiso así, mija —decía mientras apretaba mi mano—. Pero vos tenés que ser fuerte por los muchachos.

¿Fuerte? ¿Cómo se es fuerte cuando el silencio pesa más que cualquier cruz? Las noches eran peores. Me sentaba en la mesa de madera —la misma donde Julián arreglaba radios viejos— y giraba el reloj entre los dedos. A veces pensaba que si lo miraba lo suficiente, las manecillas volverían a moverse y él entraría por la puerta, oliendo a tierra y sudor.

Un día, Camila llamó llorando. —Mamá, no aguanto más en la ciudad. Todo es caro, nadie se mira a los ojos. ¿Por qué tuvo que irse papá?

No supe qué decirle. ¿Qué palabras pueden llenar un vacío así? Solo le prometí que todo estaría bien, aunque ni yo me lo creía.

La relación con doña Teresa se volvió tensa. Ella quería vender la casa para irse a vivir con su hermana en Cali. Yo me aferraba a cada rincón como si fueran los últimos restos de Julián. Discutíamos por todo: por el dinero del seguro, por las fotos en la pared, hasta por el guayacán que seguía esperando en el patio.

—Ese árbol no sirve pa’ nada —decía ella—. Mejor vendélo y comprá algo útil.

Pero yo no podía. Era lo único que me quedaba de nuestro último sueño juntos.

Una tarde lluviosa, mientras el pueblo olía a tierra mojada y café recién colado, decidí hacerlo. Tomé la pala de Julián —todavía con su nombre grabado en el mango— y salí al patio. El barro se pegaba a mis botas y las lágrimas a mis mejillas.

—Esto es por vos —susurré al cielo gris—. Por nosotros.

Hundí la pala una y otra vez hasta abrir un hueco lo bastante grande para el guayacán. Las manos me temblaban, pero seguí cavando como si con cada palada pudiera enterrar el dolor y sembrar esperanza.

Cuando terminé, me senté junto al árbol recién plantado y abracé el reloj de Julián contra mi pecho. Sentí su ausencia más fuerte que nunca, pero también una extraña paz. Había cumplido nuestra promesa.

Esa noche soñé con él. Caminábamos juntos bajo la sombra del guayacán adulto, los hijos riendo a nuestro alrededor. Desperté llorando, pero también sonriendo.

Los meses pasaron y el árbol creció lento pero firme. Camila vino a visitarme más seguido; incluso trajo a su novio argentino para conocerme. Mateo llamó desde Buenos Aires para decirme que había conseguido trabajo en una librería y que pronto vendría a casa.

Doña Teresa finalmente aceptó quedarse conmigo. Ya no discutíamos tanto; a veces nos sentábamos juntas bajo el guayacán a recordar historias de Julián. El árbol se volvió nuestro refugio silencioso.

Un día, mientras barría hojas secas del patio, escuché risas infantiles al otro lado de la cerca. Eran los hijos de mi vecina Lucía, jugando entre las raíces del guayacán.

—¿Puedo treparlo, tía Zoraida? —preguntó el más pequeño.

—Claro que sí —respondí—. Este árbol es para todos.

A veces me siento bajo su sombra y pienso en todo lo que perdí… y en lo que aún puedo construir. La vida sigue, aunque las manecillas del reloj se hayan detenido para siempre.

Me pregunto: ¿cuántos sueños dejamos sin sembrar por miedo o por esperar el momento perfecto? ¿Y si hoy fuera el día para plantar ese árbol pendiente?