¿Realmente me he convertido en una extraña?
—¿Quién es? —escucho la voz de Julián, seca, al otro lado de la puerta. Mi corazón late tan fuerte que temo que él pueda oírlo. Aprieto el pequeño bolso contra mi pecho y respiro hondo antes de responder.
—Soy yo, Julián… tu mamá.
Un silencio pesado cae entre nosotros. Oigo pasos indecisos y el chirrido de la cerradura. La puerta se abre apenas unos centímetros; veo solo un ojo cansado y desconfiado.
—¿Qué haces aquí, mamá? —pregunta, sin abrir del todo.
—Vine a verte —respondo, intentando que mi voz no tiemble—. Solo… solo quería saber cómo estabas.
Él suspira y finalmente abre la puerta. El departamento huele a café recalentado y cigarro. Hay cajas apiladas en las esquinas y ropa sobre el sofá. Julián se ve más delgado, más viejo de lo que recordaba.
—Pasa —dice, sin mirarme a los ojos.
Entro despacio, sintiéndome una intrusa en la vida de mi propio hijo. Dejo mi bolso en una silla y me quedo de pie, sin saber si debo abrazarlo o esperar a que él dé el primer paso. Pero él solo se sienta frente a la televisión apagada y juega con su celular.
—¿Quieres café? —pregunta, casi por compromiso.
—Sí, gracias —respondo, aunque lo que realmente quiero es llorar.
Mientras él va a la cocina, observo las fotos en la pared. Hay una de él con su exesposa, Lucía, y otra con mi nieta Valeria, a quien no veo desde hace tres años. Me pregunto en qué momento perdí a mi familia. ¿Fue cuando murió su padre y yo me sumí en mi propio dolor? ¿O cuando Julián decidió mudarse a la ciudad y yo no supe cómo acompañarlo?
Regresa con dos tazas de café y se sienta lejos de mí. El silencio es incómodo, como una sábana húmeda sobre los hombros.
—¿Cómo está el pueblo? —pregunta finalmente.
—Igual que siempre. Doña Rosa sigue vendiendo tamales en la esquina y el padre Esteban ya casi no sale de la iglesia. Todos preguntan por ti…
Él asiente sin interés. Yo busco sus ojos, pero él los mantiene fijos en la taza.
—Julián… —me atrevo a decir—. ¿Por qué ya no me llamas? ¿Por qué no me dejas ver a Valeria?
Él deja la taza sobre la mesa con un golpe seco.
—Mamá, no empieces…
—Solo quiero entender —insisto, sintiendo cómo se me quiebra la voz—. Soy tu madre…
—¡Justo por eso! —explota él, levantándose de golpe—. Siempre quieres controlar todo. Cuando estaba con Lucía, cuando decidí estudiar aquí… nunca fue suficiente para ti. Siempre juzgando, siempre diciendo cómo debía vivir mi vida.
Me quedo callada. Siento el ardor de las lágrimas en los ojos, pero me obligo a mantenerme firme.
—No vine a pelear —digo suavemente—. Vine porque te extraño. Porque extraño a mi nieta. Porque estoy sola, Julián…
Él baja la cabeza y se pasa las manos por el cabello.
—No entiendes lo difícil que ha sido para mí —dice en voz baja—. Lucía se fue con Valeria porque yo trabajaba todo el día y nunca estaba en casa. Y tú… tú solo llamabas para decirme lo que hacía mal.
Me acerco despacio y le pongo una mano en el hombro. Siento cómo tiembla bajo mi tacto.
—Perdóname —susurro—. Perdóname por no saber estar cuando más me necesitabas. Perdóname por mi orgullo…
Por un momento creo que va a apartarse, pero en cambio se deja caer en mis brazos y llora como cuando era niño y se caía de la bicicleta.
Nos quedamos así un largo rato, hasta que el sol comienza a colarse por la ventana y el ruido de los autos llena el departamento.
Más tarde salimos juntos al parque donde solía jugar Valeria. Caminamos en silencio, pero esta vez no es incómodo; es como si estuviéramos aprendiendo a hablarnos de nuevo sin palabras.
—¿Crees que algún día pueda ver a Valeria? —pregunto con miedo.
Julián asiente despacio.
—Tengo miedo de buscarla… pero si vienes conmigo, tal vez sea más fácil —admite.
Sonrío por primera vez en mucho tiempo. Siento que una pequeña luz se enciende dentro de mí.
Esa noche duermo en el sofá, pero no me importa. Por primera vez en años siento que pertenezco a algún lugar, aunque sea solo por un instante.
A veces me pregunto cuántas madres hay como yo, esperando una llamada, una visita, una oportunidad para pedir perdón o simplemente abrazar a sus hijos otra vez. ¿Cuándo dejamos que el orgullo y los malentendidos nos roben lo más valioso?
¿Y ustedes? ¿Han sentido alguna vez que se han convertido en extraños para quienes más aman? ¿Vale la pena esperar por una segunda oportunidad?