¿Realmente me volví una extraña?
—¿Mamá? ¿Qué haces aquí tan temprano? —La voz de Julián sonó seca, como si el polvo del tiempo se hubiera instalado entre nosotros.
Me quedé parada en el umbral, apretando la pequeña bolsa con mis cosas. El sol de la mañana caía fuerte sobre el barrio de Villa Esperanza, y yo sentía el sudor pegajoso en la espalda, pero lo que más pesaba era el silencio de mi hijo. Habían pasado seis horas desde que salí de San Pedro en ese bus viejo y caluroso, con la esperanza de ver a mi nieta Camila y sentirme, aunque fuera por un rato, parte de algo otra vez.
—Vine a verte… a verlos —dije, buscando su mirada. Pero Julián no me miraba. Miraba el suelo, como si ahí estuviera la respuesta a todo lo que no nos dijimos en años.
—No me avisaste —murmuró. Detrás de él, escuché el llanto de Camila y el ruido de la licuadora. Su esposa, Mariana, apareció en la puerta de la cocina, con cara de pocos amigos.
—¿Todo bien? —preguntó Mariana, cruzándose de brazos.
Sentí el nudo en la garganta. ¿Cómo explicarles que no tenía a dónde ir? Que después de la muerte de su papá, la casa se volvió demasiado grande y demasiado vacía. Que las vecinas ya no eran amigas sino sombras que cuchicheaban. Que mi pensión apenas alcanzaba para el arroz y los remedios.
—¿Puedo pasar? —pregunté al fin, casi en un susurro.
Julián se hizo a un lado. Entré despacio, sintiendo que cada paso era una invasión. El olor a café y pan fresco me trajo recuerdos de cuando él era niño y corría por la casa con los pies descalzos y las rodillas raspadas. Ahora era un hombre serio, con arrugas prematuras y una mirada cansada.
—Mamá, es que… —empezó Julián, pero Mariana lo interrumpió.
—No sabíamos que venías. La casa está desordenada y Camila está enferma. No es buen momento.
Me senté en una silla junto a la ventana. Afuera, los niños jugaban fútbol en la calle polvorienta. Sentí una punzada de celos: ellos todavía tenían tiempo para reírse y pelearse por tonterías. Yo solo tenía este momento incómodo y la esperanza de que mi nieta saliera a abrazarme.
—Solo quiero quedarme unos días —dije—. Prometo no molestar.
Mariana suspiró fuerte. Julián se pasó la mano por el cabello, como hacía su padre cuando estaba nervioso.
—Mamá, sabes que aquí siempre tienes tu casa… pero las cosas están difíciles —dijo Julián—. Yo trabajo todo el día y Mariana también. Camila está con fiebre y no queremos que te contagies.
Sentí el rechazo disfrazado de preocupación. Me mordí los labios para no llorar. ¿En qué momento me volví una carga? ¿Cuándo dejé de ser la madre fuerte para convertirme en una visita incómoda?
Esa noche dormí en el sofá, escuchando los murmullos detrás de la puerta del cuarto. Mariana decía que yo debía buscar un lugar propio, que ya no era joven para andar viajando sola. Julián callaba. Siempre callaba cuando había problemas.
Al día siguiente, intenté ayudar en la casa: lavé los platos, barrí el patio, preparé sopa para Camila. Pero Mariana encontraba defectos en todo.
—Mamá, no le pongas tanto ajo a la sopa —me dijo Julián—. A Camila no le gusta.
—Antes le encantaba —respondí sin pensar.
—Antes era antes —dijo Mariana desde el pasillo.
Me fui al patio a llorar en silencio. Recordé cuando Julián era pequeño y me decía: “Mamá, nunca te vayas”. Ahora parecía desear lo contrario.
Por la tarde, Camila salió al patio con su muñeca rota. Me miró con esos ojos grandes y tristes.
—¿Abuela, te vas a quedar mucho? —preguntó.
No supe qué responderle. Le arreglé la muñeca como pude y le conté un cuento inventado sobre una abuela que viajaba por el mundo buscando a su familia perdida.
Esa noche hubo discusión fuerte entre Julián y Mariana. Escuché mi nombre varias veces mezclado con palabras como “responsabilidad”, “dinero” y “espacio”. Me sentí más sola que nunca.
Al tercer día, Mariana me sirvió café sin azúcar y me dijo:
—Doña Rosa, ¿no ha pensado en irse a vivir con su hermana en Santa Clara? Allá tiene más amigas y seguro se siente mejor.
Me tragué el orgullo y asentí. No quería ser motivo de pelea entre ellos. Llamé a mi hermana Lucía esa tarde:
—¿Puedo irme unos días contigo? —pregunté con voz temblorosa.
Lucía no dudó:
—Claro que sí, Rosa. Aquí siempre hay lugar para ti.
Preparé mi bolsa en silencio mientras Camila me miraba desde la puerta del cuarto. Julián llegó tarde esa noche. Me abrazó rápido y me dijo:
—Perdón, mamá… Es solo que todo es tan complicado ahora…
Le acaricié el rostro como cuando era niño:
—No te preocupes, hijo. Yo también fui joven y sé lo difícil que es criar una familia. Solo quería sentirme cerca otra vez…
Salí al amanecer siguiente sin hacer ruido. Caminé hasta la terminal mientras el barrio despertaba lento. En el bus hacia Santa Clara miré por la ventana las casas humildes, los perros callejeros, las mujeres barriendo las veredas… Todo tan familiar y tan lejano al mismo tiempo.
Me pregunté si alguna vez volvería a sentirme parte de algo o si estaba destinada a ser una extraña incluso entre los míos.
¿En qué momento dejamos de ser familia para convertirnos en simples conocidos? ¿Cuántas madres más sienten este vacío? ¿Ustedes también han sentido alguna vez que ya no hay lugar para uno en su propia casa?