Refugio entre papeles: Escapando de mi propio hogar

—¿Otra vez vas a llegar tarde, Mariana? —me gritó Julián desde la cocina, mientras yo buscaba mis llaves con manos temblorosas.

No respondí. Solo apreté el celular en el bolsillo y salí, cerrando la puerta con más fuerza de la necesaria. El eco del portazo fue como un grito ahogado, uno que llevo meses guardando. Caminé rápido hacia la parada del colectivo, sintiendo el peso de una culpa que no era solo mía.

En el trayecto al trabajo, miré por la ventana del bus las calles de Buenos Aires llenas de vida, ajenas a mi tormenta interna. Pensé en mi mamá, en cómo siempre me decía: “El matrimonio es paciencia, hija”. Pero ¿cuánta paciencia es suficiente cuando el amor se convierte en rutina y los días se llenan de reproches?

Llegué a la oficina antes que nadie. Encendí la computadora y me refugié en el sonido monótono del teclado. Aquí nadie me pregunta por qué estoy callada, nadie se queja de cómo cocino o de si olvidé comprar pan. Aquí soy solo Mariana, la contadora eficiente, no la esposa insuficiente.

A media mañana, mi compañera Lucía se acercó con su mate y su sonrisa cómplice.

—¿Todo bien en casa? —preguntó en voz baja.

La miré y sentí que las lágrimas querían traicionarme. Solo asentí, porque si hablaba, se me rompía la voz. Ella entendió y me dejó sola con mis papeles.

El trabajo era mi escondite. Me quedaba horas extra, inventando informes y revisando cuentas que nadie me pedía. Prefería el cansancio físico al agotamiento emocional de volver a casa y enfrentar a Julián. Él no era malo, pero se había vuelto insoportable: todo lo que hacía estaba mal, todo lo que decía era motivo de discusión.

Una tarde, mientras revisaba unos balances, recibí un mensaje de mi hermana Camila: “Mamá está preocupada por vos. ¿Por qué no venís a cenar?” Sentí una punzada de nostalgia y culpa. Mi familia siempre había sido mi sostén, pero últimamente hasta ellos sentían que yo me estaba alejando.

Esa noche llegué tarde otra vez. Julián estaba sentado en el sillón, mirando el noticiero con cara de pocos amigos.

—¿Te parece normal llegar a esta hora? —me lanzó sin mirarme.

—Tuve mucho trabajo —mentí, aunque ya ni siquiera me molestaba en sonar convincente.

—Siempre tenés trabajo. ¿No te das cuenta que esto ya no es vida? —su voz subió un tono y sentí que el aire se volvía más denso.

—¿Y qué querés que haga? ¿Quedarme acá para pelear todo el día? —le respondí sin poder contenerme.

El silencio fue brutal. Me fui directo al baño y cerré la puerta. Me miré al espejo: ojeras profundas, ojos rojos. ¿En qué momento me convertí en esta sombra?

Los días siguientes fueron iguales: discusiones pequeñas que se convertían en tormentas, silencios incómodos durante la cena, mensajes ignorados. En el trabajo, Lucía empezó a preocuparse más.

—Mariana, no podés seguir así. ¿Por qué no hablás con alguien? —me sugirió un día mientras compartíamos unas empanadas en el almuerzo.

—¿Y decir qué? Que ya no soporto mi casa, que prefiero quedarme acá hasta las diez de la noche antes que escuchar a Julián quejarse porque no le gusta cómo doblo las toallas…

Lucía me tomó la mano.

—No estás sola. Muchas pasamos por eso. Pero esconderte no va a arreglar nada.

Sus palabras me quedaron retumbando todo el día. Esa noche, después de otra pelea absurda por la cuenta del supermercado, Julián explotó:

—¿Por qué te escapás siempre? ¿Por qué preferís estar con extraños antes que conmigo?

Me quedé helada. Por primera vez en meses lo miré a los ojos y vi su tristeza mezclada con rabia. Sentí ganas de gritarle todo lo que tenía adentro: que me sentía invisible, que extrañaba cuando nos reíamos juntos, que ya no sabía si lo amaba o solo le tenía miedo a estar sola.

Pero solo dije:

—No sé…

Me fui a dormir sin cenar. Esa noche soñé con mi infancia en Córdoba, cuando todo era más simple y yo creía que el amor era suficiente para arreglar cualquier cosa.

Al día siguiente, decidí aceptar la invitación de Camila e ir a cenar con mi familia. Mi mamá me abrazó fuerte y me susurró al oído:

—No tenés que aguantar lo que te hace daño, hija.

Durante la cena, todos evitaron hablar del tema. Pero al despedirme, Camila me miró fijo:

—No te pierdas a vos misma por salvar algo que ya no te salva a vos.

Volví a casa tarde otra vez. Julián dormía en el sillón. Lo miré y sentí lástima por los dos: por él, por mí, por lo que fuimos y ya no somos.

Hoy escribo esto desde mi escritorio en la oficina. Afuera llueve y siento que cada gota limpia un poco mi alma cansada. No sé qué voy a hacer mañana ni si tengo fuerzas para cambiar mi vida. Pero sé que esconderme ya no es suficiente.

¿Hasta cuándo uno puede huir antes de perderse para siempre? ¿Cuántas veces más voy a elegir el refugio equivocado antes de animarme a buscar mi propia paz?