Renacer entre Sombras: La Historia de Mariana y su Lucha por la Libertad
—¿Otra vez llegás tarde, Mariana? —la voz de Julián retumbó en la cocina, mezclándose con el olor a arroz quemado. No alcancé a responderle; mis manos temblaban mientras apagaba la hornalla. Eran las once de la noche y venía de un doble turno en el hospital. Él, sentado frente al televisor, ni siquiera había puesto la mesa.
Me miré en el reflejo de la ventana: ojeras profundas, cabello recogido a las apuradas, uniforme arrugado. ¿En qué momento me convertí en la sombra de mí misma? Recordé cuando conocí a Julián en la universidad de Córdoba, tan lleno de promesas y sueños. Pero los años pasaron y él se quedó estancado, esperando que la vida —o yo— le resolviera todo.
—¿No pensás en mí? ¿En lo cansado que estoy? —insistió él, sin apartar la vista del celular.
Sentí una rabia sorda. ¿Cansado? ¿De qué? Si llevaba meses sin trabajo estable, saltando de un proyecto a otro que nunca terminaba. Yo era quien pagaba el alquiler, las cuentas, hasta las cervezas del viernes con sus amigos. Y aún así, parecía que nunca era suficiente.
Mi mamá siempre decía: «Mariana, una mujer debe saber aguantar. El matrimonio es así». Pero yo ya no podía más. Cada día era una batalla contra el agotamiento y la culpa. Mi hermana Lucía me llamaba para preguntarme si estaba bien, pero yo le mentía: «Todo bien, che. Solo cansada».
Una noche, mientras lavaba los platos, escuché a Julián hablando por teléfono con su madre:
—Mamá, Mariana está insoportable. No sé qué le pasa…
Me mordí los labios para no llorar. ¿Insoportable? ¿Por pedirle que buscara trabajo? ¿Por pedirle ayuda con la casa?
El punto de quiebre llegó un domingo. Habíamos invitado a mis padres a almorzar. Yo cocinaba sola mientras Julián dormía la siesta. Cuando mi papá vio mi cara desencajada, me tomó del brazo y me susurró:
—Hija, vos no sos feliz.
No pude evitarlo: rompí en llanto frente a todos. Mi mamá se persignó y murmuró: «No hagas locuras, Mariana. Pensá en lo que va a decir la familia».
Pero esa tarde algo cambió dentro mío. Me encerré en el baño y me miré al espejo largo rato. ¿Qué estaba haciendo con mi vida? ¿Por qué tenía tanto miedo de estar sola?
Esa noche enfrenté a Julián:
—No puedo más así. Necesito que cambies o esto se termina.
Él se rió con desdén:
—¿Y a dónde vas a ir? Nadie te va a aguantar como yo.
Sus palabras me dolieron más que un golpe. Pero también me abrieron los ojos: no quería que nadie me «aguantara»; quería que alguien me amara y respetara.
Las semanas siguientes fueron un infierno. Julián prometió cambiar, pero todo siguió igual. Mis amigas me animaban a dejarlo, pero yo sentía terror al qué dirán, al vacío, a empezar de cero.
Un día, después de una guardia agotadora, llegué a casa y encontré todo patas para arriba: platos sucios, ropa tirada, Julián jugando videojuegos con sus amigos. Sentí que me ahogaba.
Salí corriendo al balcón y llamé a Lucía entre sollozos:
—No puedo más…
Ella vino enseguida y me abrazó fuerte:
—Mariana, vos valés mucho más que esto. No te quedes donde no te quieren ver crecer.
Esa noche dormí en su casa. Al día siguiente pedí unos días libres en el hospital y busqué un departamento pequeño en Nueva Córdoba. Cuando le dije a Julián que me iba, él se burló:
—Vas a volver arrastrándote.
Pero no volví.
Los primeros días fueron duros: el silencio pesaba más que cualquier grito. Extrañaba hasta lo malo; la costumbre es traicionera. Mi mamá dejó de hablarme por semanas; mi papá me mandaba mensajes en secreto para saber si necesitaba algo.
Poco a poco empecé a respirar mejor. Volví a salir con amigas, retomé mis clases de pintura, hasta adopté un perrito callejero que bauticé como Simón. Aprendí a disfrutar mi soledad y descubrí que podía ser feliz sin depender de nadie.
Un día recibí un mensaje de Julián: «Perdón por todo. Si querés hablar…». Sentí lástima por él, pero también alivio: ya no era mi responsabilidad salvarlo.
Hoy miro atrás y me doy cuenta de lo lejos que llegué. No fue fácil romper con el miedo ni enfrentar el juicio de mi familia y la sociedad. Pero aprendí que nadie merece vivir apagado por miedo al qué dirán o por costumbre.
A veces me pregunto: ¿cuántas Marianas siguen atrapadas en relaciones donde solo hay sombra y resignación? ¿Cuándo nos animaremos todas a elegirnos primero?