Risas entre lágrimas: El sabor de la ausencia
—¿No te gusta el caldo, Lucía?— preguntó mi abuela Carmen, con esa voz suave que a veces suena a reproche y otras a consuelo. Yo apenas moví la cuchara, haciendo círculos en la superficie grasosa del caldo de gallina. El vapor empañaba mis lentes y me ardían los ojos, pero no era por el calor.
—Está bien, abuela —murmuré, sin mirarla. Sabía que esperaba que comiera, que hiciera como si todo estuviera normal. Pero desde que mamá se fue de la casa, nada era normal. Ni el sabor del caldo, ni el silencio de las paredes, ni la forma en que mi papá llegaba cada noche, más cansado y más callado.
Mi abuela suspiró y se sentó frente a mí. Sus manos temblaban un poco cuando acomodó su rebozo. —Lucía, hija, tienes que comer. No puedes quedarte así, tan flaquita. Mira que tu mamá…
—¡No hables de ella! —le grité, sorprendida por mi propio tono. El caldo tembló en el plato y una lágrima se me escapó antes de poder detenerla. Mi abuela me miró con esos ojos tristes que nunca supe si eran por mí o por ella misma.
—Perdón, mija —susurró—. Solo quiero ayudarte.
Me levanté de la mesa y salí al patio. El sol de Veracruz caía fuerte sobre las bugambilias y los perros dormían bajo la sombra del limonero. Me senté en el escalón y abracé las rodillas. No quería llorar, pero tampoco podía dejar de hacerlo.
Desde que mamá se fue con ese hombre —un tal Ernesto, del pueblo vecino—, todo cambió. Papá dejó de hablarme como antes; ahora solo preguntaba si ya había hecho la tarea o si necesitaba dinero para la escuela. Mi hermano menor, Diego, se encerraba en su cuarto y ponía música a todo volumen para no escuchar los gritos de mi abuela cuando discutía con papá.
Una tarde, mientras lavaba los platos con mi abuela, ella rompió el silencio:
—Tu mamá era igual de terca que tú. Cuando tenía tu edad también se peleaba conmigo por todo. Pero al final siempre regresaba a la casa…
—¿Y si esta vez no regresa? —pregunté sin poder evitarlo.
Mi abuela se quedó callada un momento. El agua seguía corriendo y las burbujas explotaban en mis manos.
—A veces las personas se van porque buscan algo que aquí no encuentran —dijo al fin—. Pero eso no significa que te hayan dejado de querer.
No le respondí. ¿Cómo podía explicarle que lo que más dolía no era la ausencia de mamá, sino la culpa? Sentía que si hubiera sido mejor hija, si hubiera ayudado más en la casa o sacado mejores notas, tal vez ella no se habría ido.
Las semanas pasaron y la rutina se volvió una costumbre amarga: la escuela, los regaños de mi abuela, el silencio de papá, los gritos ahogados de Diego. A veces escuchaba a las vecinas chismear en la tienda:
—Pobre familia de los Ramírez… ¿ya supiste que la señora se fue con otro?
Me ardía la cara de vergüenza y rabia. Quería gritarles que no sabían nada, que mi mamá era buena persona, solo estaba cansada… pero no tenía fuerzas.
Un domingo llegó una carta. Era de mamá. Mi abuela la leyó primero y luego me la pasó con manos temblorosas:
“Querida Lucía,
Sé que estás enojada conmigo y tienes razón. No supe cómo decirte adiós sin romperte el corazón. Pero necesitaba encontrarme a mí misma. No es tu culpa ni la de nadie. Te amo con todo mi ser y espero algún día puedas perdonarme…”
Las palabras bailaban ante mis ojos llenos de lágrimas. Mi abuela me abrazó fuerte por primera vez desde que mamá se fue.
—Llora, mija —me dijo—. Llora todo lo que necesites.
Esa noche soñé con mamá haciéndome trenzas en el pelo y contándome historias de cuando era niña en Oaxaca. Al despertar sentí un hueco en el pecho, pero también una extraña paz.
Con el tiempo aprendí a reír otra vez. A veces me sorprendía riendo con Diego por alguna tontería en la tele o ayudando a mi abuela a preparar tamales para vender en el mercado. Pero cada risa venía acompañada de una punzada de culpa: ¿estaba traicionando a mamá por ser feliz sin ella?
Un día, mientras colgábamos ropa en el patio, mi abuela me miró seria:
—La vida sigue, Lucía. No podemos quedarnos atrapadas en el dolor para siempre.
La miré y vi en sus ojos la misma tristeza que sentía yo, pero también una chispa de esperanza.
—¿Y si mamá nunca regresa? —pregunté bajito.
—Entonces tendremos que aprender a vivir con su ausencia —respondió—. Pero eso no significa dejar de amarla.
Esa noche escribí una carta para mamá. No sabía si algún día la leería, pero necesitaba decirle que la perdonaba y que estaba aprendiendo a ser feliz otra vez.
Hoy, años después, todavía extraño a mi madre cada vez que huelo el caldo de gallina o escucho su canción favorita en la radio. Pero también sé que puedo reír entre lágrimas y seguir adelante.
¿Será posible sanar del todo alguna vez? ¿O aprenderemos a vivir con las cicatrices como parte de nuestra historia? ¿Ustedes qué piensan?