“Sé que no soy perfecta, pero tú tampoco eres lo que soñé” – Cuando el amor se desmorona en la sala de mi casa

—¡No me mires así, Mariana! —gritó Andrés, su voz retumbando en las paredes de nuestro pequeño departamento en Barranquilla—. ¡Sé que no soy perfecto, pero tú tampoco eres lo que soñé!

Sentí cómo el aire se volvía denso, casi irrespirable. Mi hija Lucía, de apenas seis años, jugaba en su cuarto ajena a la tormenta que se desataba en la sala. Yo apretaba los puños, temblando entre la rabia y la tristeza. ¿En qué momento pasamos de reír juntos en la playa a lanzarnos palabras como cuchillos?

—¿Y qué soñaste, Andrés? —le respondí con la voz quebrada—. ¿Una esposa que no se cansa? ¿Que no reclame cuando llegas tarde oliendo a cerveza y perfume barato?

Él me miró con esos ojos oscuros que antes me hacían sentir segura. Ahora sólo veía reproche y cansancio. Se dejó caer en el sofá, hundiendo la cara entre las manos.

—No sé… soñé con una vida diferente —susurró—. Con menos peleas, menos cuentas por pagar, menos rutina.

Me quedé de pie, sintiendo cómo las lágrimas amenazaban con traicionar mi orgullo. Recordé cuando nos conocimos en la universidad, bailando cumbia en una fiesta de amigos. Él era el alma de la fiesta; yo, la tímida que se enamoró de su risa fácil y sus promesas de un futuro mejor.

Pero los años pasaron. La vida nos golpeó con fuerza: el desempleo de Andrés, mi trabajo interminable como secretaria en una clínica, los gastos de Lucía, la presión de mi suegra —Doña Rosa— que nunca perdió oportunidad para recordarme que «una buena esposa mantiene a su marido contento».

—¿Y tú crees que yo no soñé? —le dije al fin, sentándome frente a él—. Yo también quería algo distinto. Quería un compañero, no un hijo más al que cuidar.

Andrés levantó la cabeza y por un instante vi el hombre del que me enamoré. Pero ese instante se desvaneció rápido.

—¿Por qué seguimos juntos entonces? —preguntó con voz baja.

La pregunta quedó flotando entre nosotros como un fantasma. No tenía respuesta. O tal vez sí: por Lucía, por miedo, por costumbre…

Esa noche dormimos en camas separadas. Escuché a Lucía llorar bajito porque sabía que algo andaba mal. Me acerqué a su cama y la abracé fuerte.

—¿Mami, te vas a ir? —me preguntó con ojos grandes y asustados.

—No, mi amor —mentí—. Todo va a estar bien.

Pero nada estaba bien. Al día siguiente, mientras preparaba café con leche y arepas, Andrés salió sin despedirse. El silencio era más pesado que cualquier grito.

En el trabajo, mi amiga Paola me vio llegar con los ojos hinchados.

—Otra vez pelearon —dijo sin preguntar.

Asentí y sentí cómo se me quebraba la voz.

—¿Por qué nos pasa esto, Paola? Antes éramos felices…

Ella suspiró.

—La vida aquí no es fácil, Mari. Todo el mundo anda sobreviviendo. Pero eso no significa que tengas que aguantarlo todo.

Sus palabras me acompañaron todo el día. Recordé las veces que Andrés prometió cambiar; las veces que yo misma me prometí ser más paciente. Pero la paciencia se agota cuando sientes que das todo y recibes migajas.

Esa noche, Andrés volvió tarde otra vez. Lo esperé sentada en la sala, con la luz apagada. Cuando entró, tropezó con mis zapatos y soltó una maldición.

—¿Otra vez llegas así? —le dije sin levantarme.

Él ni siquiera me miró.

—No empieces…

Me levanté de golpe.

—¡No empieces tú! ¿Sabes lo que es criar a una niña casi sola? ¿Trabajar todo el día y llegar a casa para encontrarla vacía?

Andrés se giró por fin, los ojos rojos de rabia o tal vez de tristeza.

—¿Y tú sabes lo que es sentirse un fracaso? No consigo trabajo decente desde hace meses. No puedo darte lo que mereces…

—¡No quiero cosas! ¡Quiero a mi esposo! —grité—. Quiero sentirme acompañada…

El silencio volvió a caer sobre nosotros. Andrés salió al balcón y encendió un cigarrillo. Yo me desplomé en el sofá, agotada.

Los días siguientes fueron una rutina amarga: saludos fríos, cenas silenciosas, Lucía preguntando por qué ya no íbamos juntos al parque los domingos.

Un sábado cualquiera, Doña Rosa llegó sin avisar. Entró como siempre, criticando el desorden y preguntando si ya había hecho el sancocho para Andrés.

—Mire, Mariana —me dijo en voz baja mientras lavaba los platos—: uno tiene que saber aguantar. Los hombres son así… Si usted lo presiona mucho, se le va con otra.

Sentí ganas de gritarle que ya sospechaba que Andrés tenía a alguien más. Que había visto mensajes sospechosos en su celular; fotos de una tal Juliana con corazones y caritas felices.

Pero sólo asentí en silencio. No quería darle el gusto de verme derrotada.

Esa noche enfrenté a Andrés.

—¿Quién es Juliana?

Él se quedó helado.

—No es lo que piensas…

—¿Entonces qué es? ¿Por qué le mandas mensajes a las dos de la mañana?

Andrés bajó la mirada.

—Es una amiga del barrio… Me escucha cuando tú sólo peleas conmigo…

Sentí cómo mi corazón se rompía en mil pedazos.

—¿Y yo? ¿Quién me escucha a mí?

Lloré como no lloraba desde niña. Andrés intentó abrazarme pero lo rechacé. Esa noche dormí abrazada a Lucía, sintiendo que el mundo se me venía abajo.

Pasaron semanas así: peleas, silencios, sospechas. Hasta que un día Andrés llegó con una maleta.

—Me voy unos días a casa de mi mamá —dijo sin mirarme a los ojos—. Necesito pensar…

Lucía corrió a abrazarlo llorando. Yo sólo pude quedarme de pie, sintiendo un vacío inmenso.

Esa noche llamé a Paola y lloré hasta quedarme dormida al teléfono.

Los días sin Andrés fueron extraños: por un lado sentí alivio; por otro, miedo al futuro. ¿Cómo iba a criar sola a Lucía? ¿Cómo iba a enfrentar las miradas y los chismes del barrio?

Un domingo cualquiera, mientras lavaba ropa en el patio comunal, Doña Rosa apareció otra vez.

—¿Ya ves lo que lograste? —me dijo con veneno en la voz—. Por tu culpa mi hijo está sufriendo…

No respondí. Ya no tenía fuerzas para pelear con ella ni con nadie.

Esa noche miré a Lucía dormir y pensé en todas las mujeres de mi familia: mi abuela que aguantó golpes y humillaciones; mi mamá que nunca se atrevió a divorciarse porque «qué dirán»; mis tías resignadas a matrimonios vacíos por miedo a estar solas.

¿Eso quería para mí? ¿Para mi hija?

Cuando Andrés volvió una semana después, lo esperé sentada en la sala.

—¿Qué vamos a hacer? —le pregunté sin rodeos.

Él suspiró largo rato antes de responder:

—No lo sé… Pero no quiero seguir así. Ni tú ni yo somos felices…

Nos miramos largo rato. Por primera vez en años hablamos sin gritos ni reproches: del miedo a estar solos, del dolor de las expectativas rotas, del amor que tal vez ya no era suficiente para sostenernos.

Esa noche decidimos separarnos. Lloramos juntos por última vez y prometimos ser buenos padres para Lucía aunque ya no fuéramos pareja.

Hoy escribo esto desde el cuarto pequeño que alquilé cerca del trabajo. Lucía duerme abrazada a su osito viejo; yo miro el techo preguntándome si algún día volveré a soñar sin miedo al fracaso.

¿De verdad el amor basta cuando la realidad nos golpea tan fuerte? ¿Cuántas mujeres más seguirán callando sus sueños por miedo al qué dirán?