Sesenta años y un sobre: El día que mi vida cambió para siempre

—¿Por qué sonríes así, Ernesto? —le pregunté mientras me acercaba a la mesa del comedor, donde una pequeña caja y un sobre blanco esperaban junto a la torta de tres leches que mi hija Lucía había preparado con tanto esmero.

Era mi cumpleaños número sesenta. La casa olía a café recién hecho y a flores frescas. Mis nietos jugaban en el patio, y yo me sentía, por primera vez en mucho tiempo, en paz. Ernesto, mi esposo desde hacía casi cuarenta años, me miraba con una mezcla de nerviosismo y algo que no supe descifrar en ese momento.

—Ábrelo —dijo, señalando el sobre.

Pensé que serían boletos para el teatro o tal vez una escapada a Valle de Bravo, como solíamos hacer cuando los niños eran pequeños. Pero al abrirlo, lo primero que leí fue: «Demanda de divorcio». Sentí que el aire se me escapaba del pecho. Las voces de mis nietos se apagaron, el aroma del café se volvió amargo y la luz del sol que entraba por la ventana ya no calentaba.

—¿Qué es esto, Ernesto? —mi voz temblaba, pero él no levantó la mirada.

—Lo siento, Marta. No podía seguir fingiendo —dijo en voz baja.

Mi hija Lucía entró justo en ese momento, con una sonrisa que se borró al ver mi cara. —¿Mamá? ¿Qué pasa?

No pude responderle. Sentí que el mundo se desmoronaba bajo mis pies. ¿Cómo era posible? ¿Después de tantos años juntos, después de criar a tres hijos, de sobrevivir a crisis económicas, enfermedades y mudanzas? ¿Así terminaba todo?

Esa noche, mientras todos dormían, me senté en la sala con la carta en las manos. Recordé los días en que Ernesto y yo éramos jóvenes y soñábamos con viajar por toda Latinoamérica. Recordé las veces que me quedé despierta esperando a que regresara del trabajo, las discusiones por dinero, los abrazos silenciosos después de perder a nuestro primer hijo. ¿En qué momento dejamos de ser «nosotros» para convertirnos en dos extraños?

Las semanas siguientes fueron un torbellino de emociones. Mis hijos estaban furiosos con su padre. Lucía lloraba conmigo cada noche; Santiago, el mayor, dejó de hablarle a Ernesto; y Valeria, la menor, intentaba mediar sin éxito. Los vecinos murmuraban detrás de las cortinas: «¿Viste lo que le hizo Ernesto a Marta? Después de tantos años…» En el mercado, las amigas me abrazaban fuerte y decían: «Ánimo, comadre. Usted es fuerte». Pero yo no me sentía fuerte. Me sentía invisible.

Una tarde, mientras recogía la ropa del tendedero, Ernesto vino a buscar algunas cosas. Lo vi más viejo, más cansado. —Marta —dijo—, no fue fácil para mí tampoco. Pero necesito vivir mi vida.

—¿Y yo? ¿Acaso yo no merecía una explicación? —le respondí con rabia contenida.

—No quiero pelear —suspiró—. Solo quiero que seas feliz.

Feliz… ¿Cómo se supone que debía ser feliz después de esto?

Los días pasaron lentos. Me costaba levantarme por las mañanas. La casa se sentía demasiado grande y silenciosa. Empecé a ir al parque con Lucía y mis nietos para no quedarme sola con mis pensamientos. Una tarde conocí a Doña Teresa, una señora que también había enviudado hacía poco. Nos sentamos juntas en una banca y me contó su historia.

—Al principio pensé que me iba a morir de tristeza —me confesó—. Pero luego entendí que la vida sigue, aunque duela.

Sus palabras me hicieron pensar. ¿Y si tenía razón? ¿Y si aún había algo para mí más allá del dolor?

Empecé a asistir a un taller de pintura en la Casa de Cultura del barrio. Al principio solo iba para distraerme, pero pronto descubrí que me gustaba mezclar colores y crear paisajes imaginarios. Allí conocí a otras mujeres como yo: Ana María, que había sido abandonada por su esposo; Graciela, que luchaba contra el cáncer; y Patricia, que criaba sola a sus dos hijos tras la deportación de su marido.

Nos reíamos juntas, llorábamos juntas y nos apoyábamos unas a otras. Por primera vez en meses sentí que no estaba sola.

Un día recibí una llamada inesperada. Era Ernesto.

—Marta… quería saber cómo estás.

Sentí un nudo en la garganta. Ya no era el mismo dolor agudo; era una tristeza suave, resignada.

—Estoy bien —le respondí—. Aprendiendo a vivir sin ti.

Hubo silencio al otro lado de la línea.

—Me alegro —dijo finalmente—. De verdad quiero que seas feliz.

Colgué el teléfono y miré por la ventana. El sol caía sobre los tejados del barrio y los niños jugaban fútbol en la calle. Por primera vez en mucho tiempo sentí esperanza.

Hoy cumplo sesenta y un años. Mis hijos están conmigo, mis nietos corren por la casa y mis amigas del taller han venido a celebrar. He aprendido que la vida puede cambiar en un instante, pero también he aprendido que soy más fuerte de lo que creía.

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres como yo han tenido que empezar de nuevo cuando pensaban que todo estaba perdido? ¿Cuántas veces nos han dicho que ya es tarde para soñar o para ser felices?

¿Y ustedes? ¿Han sentido alguna vez que su vida se derrumba solo para descubrir después que pueden reconstruirse desde los pedazos?