Setenta años de soledad: El peso invisible de una madre

—¡María Fernanda, por favor!— Mi voz temblaba mientras sostenía el teléfono con manos frías y arrugadas. —No puedo más, hija. Hoy no pude ni levantarme de la cama. ¿Podrías venir esta noche?

Del otro lado, el silencio se hizo largo y pesado. Escuché el murmullo de voces y el televisor encendido en su casa. Finalmente, su respuesta llegó, seca y cansada:

—Mamá, tengo trabajo hasta el cuello. ¿Cuántas veces te he dicho que no puedo estar pendiente de ti todo el tiempo? Siempre es lo mismo: tus quejas, tus dolores… Está bien, iré después de cenar. Pero por favor, trata de no exagerar.

Colgué el teléfono y me quedé mirando la pared descascarada de mi sala. Las lágrimas me brotaron sin permiso. No era la primera vez que sentía ese nudo en la garganta, ese vacío en el pecho. Hace veinte años, cuando María Fernanda se casó con Julián y se mudó a la capital, juró que nunca me dejaría sola. «Siempre serás mi mamá, mi refugio», me decía. Pero la vida, los hijos, el trabajo y las prisas la fueron alejando poco a poco.

Me levanté con dificultad y fui a la cocina. El gas apenas alcanzaba para calentar un poco de agua para el café. La pensión que recibo apenas cubre lo básico: tortillas, frijoles y algo de arroz. A veces me pregunto si valió la pena sacrificar mis sueños por mi hija. Cuando su padre nos abandonó, yo tenía treinta años y una niña de cinco aferrada a mi falda. Trabajé limpiando casas en San Salvador, lavando ropa ajena y vendiendo pupusas en la esquina para que a ella nunca le faltara nada.

Ahora, a mis setenta años, la casa está llena de recuerdos pero vacía de voces. Los vecinos apenas me saludan; todos tienen sus propios problemas. La televisión es mi única compañía. A veces escucho a las muchachas del barrio reírse afuera y me pregunto cuándo fue la última vez que alguien se rió conmigo.

Esa noche, María Fernanda llegó tarde. Abrió la puerta sin saludar y dejó caer su bolso sobre la mesa.

—¿Y ahora qué pasó? —preguntó sin mirarme a los ojos.

—Nada grave… sólo que hoy no pude levantarme. Me dolían mucho las piernas y…

—Mamá, tienes que entender que yo también tengo una vida. Julián está molesto porque siempre tengo que venir aquí. Mis hijos me necesitan, mi trabajo me exige… No puedes depender de mí para todo.

Sentí cómo se me partía el corazón. Quise decirle tantas cosas: que yo también tuve una vida antes de ser su madre, que también tuve sueños y miedos. Pero sólo atiné a bajar la mirada.

—Perdóname, hija —susurré—. No quiero ser una carga.

Ella suspiró y me abrazó rápido, como quien cumple un deber.

—Descansa, mamá. Mañana te traigo las medicinas.

La vi salir apurada, sin mirar atrás. Me quedé sentada en la penumbra, escuchando el eco de sus pasos alejándose por el pasillo.

Esa noche no dormí. Pensé en todas las mujeres de mi barrio que envejecen solas: Doña Rosa, que perdió a su hijo en el norte; Doña Carmen, a quien sus nietos sólo visitan en Navidad; Doña Lidia, que murió hace un mes y nadie se dio cuenta hasta dos días después.

Al día siguiente, intenté llamar a mi hermana Lucía en Santa Ana. Quería escuchar una voz amiga, pero su número ya no existe. Me sentí aún más sola.

Pasaron los días y María Fernanda no volvió. Me limité a esperar sus mensajes cortos: «¿Necesitas algo?», «Estoy ocupada» o «Te llamo luego». Cada vez que escuchaba pasos en la calle, mi corazón latía con esperanza… pero nunca era ella.

Un domingo por la tarde, mientras barría el patio con esfuerzo, escuché a los niños del vecino jugando fútbol. Uno de ellos pateó el balón hacia mi jardín y vino corriendo a buscarlo.

—¡Gracias, abuelita! —me dijo con una sonrisa sincera.

Sentí una punzada en el pecho. ¿Cuándo fue la última vez que alguien me llamó así con cariño?

Esa noche decidí escribirle una carta a María Fernanda:

«Hija querida,
Sé que tienes muchas responsabilidades y que tu vida es complicada. No quiero ser una carga para ti ni para nadie. Pero a veces siento que ya no tengo fuerzas para seguir sola. Me duele más tu ausencia que cualquier dolor físico. Si alguna vez necesitas recordarlo: yo siempre estaré aquí para ti, como lo estuve cuando eras niña.
Con amor,
Mamá»

No tuve valor de enviarla.

Una semana después caí enferma. Fiebre alta y escalofríos. Llamé a María Fernanda varias veces pero no contestó. Finalmente fue mi vecina Marta quien me llevó al hospital público.

En la sala de espera vi a otras mujeres mayores solas como yo: unas esperando noticias de hijos lejanos; otras simplemente resignadas al olvido.

Cuando por fin logré comunicarme con María Fernanda, su voz sonaba molesta:

—Mamá, ¿por qué no me avisaste antes? ¡Siempre exageras!

—No quería molestarte…

—Bueno, ya estoy aquí. ¿Qué necesitas?

La miré a los ojos y vi cansancio, pero también culpa. Quise abrazarla como cuando era niña y tenía miedo a las tormentas… pero ya no era posible volver atrás.

Salí del hospital unos días después. Marta me ayudó con las compras y los medicamentos; fue ella quien estuvo pendiente de mí cuando más lo necesité.

Una tarde cualquiera, mientras veía caer la lluvia sobre el techo de lámina oxidada, comprendí algo doloroso: en esta etapa de la vida muchas madres somos invisibles para nuestros hijos. Nos convertimos en un estorbo silencioso del que nadie quiere hablar.

Pero también entendí que no estoy sola del todo: aún hay gente buena como Marta; aún hay niños que sonríen al verme; aún hay recuerdos hermosos que nadie puede quitarme.

Hoy escribo estas líneas con el corazón apretado pero sereno. No sé si algún día María Fernanda entenderá lo que siento o si cambiará su actitud conmigo.

Pero sí sé algo: ninguna madre merece ser olvidada por quienes más amó.

¿Será que algún día nuestros hijos entenderán todo lo que sacrificamos por ellos? ¿O estamos condenadas a ser sombras en sus vidas ocupadas?