Si hubiera sabido que mi nuera era una víbora, habría actuado diferente: la historia de una casa, una familia y un secreto
—¿Así que ahora también quieres decidir dónde voy a vivir? —le espeté a Lucía, mi nuera, mientras apretaba los puños sobre la mesa de la cocina. El aroma del café recién hecho no lograba suavizar la tensión que llenaba el aire. Mi hijo, Andrés, miraba el suelo, incapaz de sostenerme la mirada. Lucía, en cambio, me enfrentó con esos ojos oscuros y brillantes que siempre parecían saber más de lo que decían.
—No es decidir, señora Marta —me respondió con esa voz pausada que tanto me irrita—. Es solo sentido común. Su casa es más grande y está cerca del colegio de los niños. Nosotros necesitamos el espacio. Usted podría estar más cómoda en nuestro departamento; es más pequeño, pero tiene todo lo que necesita.
Sentí cómo la rabia me subía por la garganta. ¿Cómo se atrevía? Yo había levantado esa casa con mis propias manos junto a mi difunto esposo, Juan. Cada ladrillo tenía una historia, cada grieta un recuerdo. Pero Lucía no parecía entenderlo. O peor aún, no le importaba.
—¿Y qué pasa si no quiero irme? —pregunté, con la voz temblorosa pero firme.
Andrés alzó la vista por fin, suplicando con los ojos. —Mamá, por favor…
Pero yo ya no escuchaba. En mi cabeza retumbaban las palabras de mi hermana Rosa: “Esa muchacha es muy lista para su propio bien. Ten cuidado, Marta”. Siempre pensé que Rosa exageraba, pero ahora…
La verdad es que nunca me sentí cómoda con Lucía. No porque fuera mala persona —al contrario, siempre fue educada y atenta—, sino porque su inteligencia me hacía sentir pequeña. Yo apenas terminé la secundaria; ella es abogada y habla como si hubiera leído todos los libros del mundo. A veces pienso que Andrés se enamoró de su mente antes que de su corazón.
Esa noche no pude dormir. Caminé por la casa en silencio, tocando las paredes, recordando las risas de mis hijos cuando eran pequeños, las peleas con Juan por tonterías, las navidades llenas de música y tamales. ¿Cómo podía dejar todo eso atrás?
Al día siguiente, Lucía vino sola a hablar conmigo. Se sentó frente a mí con una carpeta en la mano.
—Señora Marta —empezó—, sé que esto es difícil para usted. Pero Andrés y yo estamos ahogados en deudas. El banco nos está presionando y…
La interrumpí con un gesto brusco.
—¿Por qué no me lo dijeron antes? ¿Por qué venir ahora con este teatro del intercambio de casas?
Lucía bajó la mirada por primera vez.
—No queríamos preocuparla. Pero ya no tenemos opción. Si no hacemos algo, nos van a quitar el departamento.
Sentí una punzada de culpa mezclada con enojo. ¿Por qué siempre tenía que ser yo la que resolviera los problemas de todos? ¿Acaso nadie pensaba en lo que yo sentía?
Pasaron los días y la tensión creció como una tormenta anunciada. Mis nietos empezaron a notar el ambiente raro; la pequeña Camila me preguntó si estaba enojada con su mamá. Le mentí diciendo que solo estaba cansada.
Una tarde, mientras barría el patio, escuché a Lucía hablando por teléfono en el jardín:
—Sí, mamá… Ya casi la convenzo. No te preocupes, esa casa será nuestra pronto…
Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. ¿Nuestra? ¿Desde cuándo Lucía hablaba así? ¿Era todo esto parte de un plan?
Esa noche enfrenté a Andrés.
—¿Tú sabías lo que tu esposa está tramando? —le pregunté sin rodeos.
Él se quedó helado.
—Mamá… Lucía solo quiere lo mejor para todos…
—¿Lo mejor para todos o lo mejor para ella? —le corté—. ¿Desde cuándo tu familia dejó de importarte?
Andrés se fue sin responderme. Me sentí más sola que nunca.
Los días siguientes fueron un infierno. Lucía empezó a traer papeles para firmar; decía que era solo un trámite para facilitar el intercambio. Yo me negué una y otra vez.
Una tarde llegó Rosa de visita y le conté todo entre lágrimas.
—Te lo dije, Marta —me abrazó fuerte—. Esa mujer tiene veneno en la lengua y hielo en el corazón.
Pero yo no quería creerlo del todo. Quise pensar que había una explicación lógica, que Lucía solo estaba desesperada por salvar a su familia.
Hasta que encontré la carta.
Estaba escondida entre unos libros viejos en el cuarto de Andrés. Era de Lucía para su madre. Decía: “Mamá, cuando tengamos la casa de Marta podremos venderla y pagar todas las deudas. Andrés no sospecha nada; cree que es solo por comodidad”.
Sentí cómo se me rompía el corazón en mil pedazos.
Esa noche reuní a toda la familia en la sala.
—Quiero decirles algo —dije con voz firme—. Esta casa no se va a cambiar ni a vender mientras yo esté viva. Y si alguien quiere irse, puede hacerlo ahora mismo.
Lucía intentó hablar, pero la detuve con un gesto.
—No quiero más mentiras en mi casa —le dije—. Si alguna vez pensé en ayudarte fue porque te consideraba parte de mi familia. Pero ahora veo quién eres realmente.
Andrés lloró como cuando era niño y se fue con sus hijos al cuarto. Lucía me miró con odio antes de salir dando un portazo.
Hoy la casa está más silenciosa que nunca. Andrés apenas me habla y mis nietos parecen confundidos y tristes. A veces me pregunto si hice lo correcto o si debí ceder para mantener a mi familia unida.
Pero también pienso: ¿cuántas veces las mujeres como yo hemos tenido que ceder ante nueras o yernos manipuladores? ¿Cuántas veces hemos callado para no romper la familia? ¿Vale la pena sacrificarlo todo por quienes solo piensan en sí mismos?
¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Perdonarían a Lucía o defenderían su hogar hasta el final?