Si tuviera conciencia, al menos lavaría los platos: la historia de una madre y su hijo en América Latina

—Si tuvieras conciencia, al menos lavarías los platos una vez —le dije, con la voz temblorosa, mientras apretaba el trapo entre las manos mojadas. El silencio que siguió fue tan denso que sentí que podía partirse con un cuchillo. Emiliano, mi hijo, me miró desde la mesa con los ojos llenos de rabia y vergüenza. A su lado, Valeria, su esposa, apretó los labios y desvió la mirada hacia su celular.

No era la primera vez que discutíamos por lo mismo. Desde que Emiliano se casó y se mudaron a mi casa —porque no podían pagar un alquiler—, la tensión se volvió parte del aire que respirábamos. Yo tenía 23 años cuando mi esposo, Julián, me dejó. Emiliano apenas tenía tres. Julián se fue porque, según él, estaba cansado de mantenernos. Prefería gastarse el dinero en sí mismo y en su amante, una tal Lucía que trabajaba en la panadería del barrio.

Recuerdo esa noche como si fuera ayer. Julián llegó tarde, con olor a alcohol y perfume barato. Me miró con desprecio y dijo: “No puedo más con esto. No nací para ser burro de carga”. Y se fue. Así, sin más. Me quedé sola con un niño pequeño y una montaña de deudas. Mi madre me ayudó como pudo, pero ella también era viuda y apenas tenía para comer.

Crecí rápido. Aprendí a hacer milagros con un kilo de arroz y a sonreír aunque por dentro me estuviera desmoronando. Trabajé limpiando casas ajenas, lavando ropa en el río, vendiendo empanadas en la esquina. Todo para que Emiliano tuviera zapatos para ir a la escuela y un cuaderno donde escribir sus sueños.

Pero los años pasaron y Emiliano creció. Se hizo hombre demasiado pronto, como todos los chicos de este barrio olvidado de Dios en las afueras de Medellín. Cuando conoció a Valeria, pensé que por fin tendría una compañera que lo cuidara y lo hiciera feliz. Pero desde el principio sentí que algo no estaba bien.

Valeria era fría, distante. Apenas cruzaba palabra conmigo y nunca ayudaba en la casa. Yo trataba de ser paciente, de entender que era joven y quizá no sabía cómo manejarse en una familia ajena. Pero después de meses viendo cómo dejaba los platos sucios en la mesa y se encerraba en el cuarto con Emiliano mientras yo limpiaba todo, mi paciencia se agotó.

Esa tarde exploté. —Si tuvieras conciencia, al menos lavarías los platos una vez —repetí, esta vez más fuerte.

Valeria me miró con desprecio y le susurró algo a Emiliano. Él se levantó de golpe y me gritó:

—¡Ya basta, mamá! ¿Por qué siempre tienes que meterte? ¿Por qué no puedes dejarnos vivir en paz? ¡Estás tratando de arruinar mi familia!

Sentí que el corazón se me partía en mil pedazos. ¿Mi familia? ¿Y yo qué era entonces? ¿Un estorbo? ¿Una sirvienta?

Me encerré en mi cuarto y lloré como no lo hacía desde que Julián se fue. Recordé todas las noches en vela cuidando a Emiliano cuando tenía fiebre, todos los cumpleaños sin regalos pero con torta hecha de pan duro y leche condensada. Recordé cómo le enseñé a leer usando revistas viejas porque no podía comprarle libros.

Al día siguiente, intenté hablar con Emiliano.

—Hijo, yo solo quiero que todos vivamos en armonía. No es mucho pedir que ayuden un poco en la casa…

Él me interrumpió:

—Mamá, Valeria no está acostumbrada a estas cosas. En su casa nunca le pidieron que hiciera nada. Además, tú siempre quieres tener el control de todo.

—No es control —le respondí—. Es respeto. Esta es mi casa. Aquí todos debemos colaborar.

Pero él ya no me escuchaba. Se fue dando un portazo.

Los días siguientes fueron un infierno silencioso. Valeria salía temprano y volvía tarde; Emiliano apenas me dirigía la palabra. Yo seguía limpiando, cocinando y fingiendo que nada pasaba, pero por dentro sentía que estaba perdiendo a mi hijo.

Una tarde llegó mi hermana Rosa a visitarme.

—Mariana, tienes que poner límites —me dijo mientras tomábamos café en la cocina—. Si no lo haces ahora, nunca lo harán.

—¿Y si se van? ¿Y si dejo de ver a Emiliano? —le pregunté con la voz quebrada.

—Entonces será porque él lo decidió —me respondió—. Pero tú no puedes seguir cargando sola con todo.

Esa noche recé como nunca antes. Le pedí a Dios fuerzas para enfrentar lo que viniera.

Al día siguiente, reuní el valor para hablar con ambos.

—Esta es mi casa —dije firme—. Aquí todos colaboramos o tendrán que buscar otro lugar donde vivir.

Valeria me miró desafiante pero no dijo nada. Emiliano bajó la cabeza.

Pasaron semanas difíciles. Hubo gritos, reproches y hasta días sin hablarnos. Pero poco a poco las cosas empezaron a cambiar. Valeria comenzó a lavar sus platos —no siempre, pero al menos lo intentaba— y Emiliano empezó a ayudarme con las compras.

No fue fácil ni perfecto. A veces siento que perdí algo irremplazable en el proceso: la inocencia de creer que el amor familiar todo lo puede. Pero también aprendí que una madre no puede cargar sola con el peso del mundo ni permitir que la pisoteen en nombre del amor.

Hoy Emiliano y Valeria siguen viviendo aquí mientras ahorran para mudarse. Nuestra relación es tensa pero honesta; ya no finjo ni permito faltas de respeto.

A veces me pregunto: ¿En qué momento los hijos dejan de vernos como madres para vernos como obstáculos? ¿Cuántas mujeres más tendrán que pasar por esto antes de que algo cambie en nuestras familias latinoamericanas?