Siempre estuve para mi hermana, pero cuando yo la necesité, me dejó sola
—¿Otra vez tú, Lucía?— La voz de Mariana sonó al otro lado del teléfono, cansada, casi molesta. —Es que… necesito que vengas, me siento mal— le dije, tragando saliva, sintiendo cómo la vergüenza me quemaba la garganta. —No puedo ahora, estoy ocupada— respondió rápido, y antes de que pudiera decir algo más, escuché el tono seco de la llamada terminada.
Me quedé mirando el celular en mis manos temblorosas. Era la primera vez en mi vida que le pedía algo a Mariana. Siempre fui yo la que corría cuando ella tenía problemas: cuando se separó de su primer esposo y no tenía dónde dormir, cuando su hijo mayor se metió en líos con la policía, cuando necesitaba dinero para pagar la renta o simplemente alguien que escuchara sus lamentos. Yo estaba ahí. Siempre.
Me llamo Lucía Rodríguez y tengo 61 años. Nací en un barrio humilde de Medellín, donde aprendí desde niña que la familia es lo único seguro en este mundo. Mi mamá, doña Teresa, siempre decía: “Primero se da, después se pide”. Y así crecí: dando, ayudando, sosteniendo a los demás. Mariana es mi hermana menor por siete años. Siempre fue distinta a mí: rebelde, soñadora, un poco egoísta tal vez. Pero era mi hermana y yo la amaba.
Recuerdo una tarde de hace veinte años. Mariana llegó a mi casa con los ojos hinchados de llorar y una maleta rota. —Lucía, me botó Andrés— sollozó. Sin preguntar nada, le preparé café y le hice espacio en mi cama. Se quedó conmigo seis meses hasta que pudo volver a levantarse. Nadie más en la familia quiso ayudarla entonces. Yo sí.
A lo largo de los años, Mariana fue y vino de mi vida como una tormenta: arrasando con todo a su paso y luego desapareciendo cuando las cosas mejoraban. Pero yo nunca le cerré la puerta. Cuando mis hijos me reclamaban porque gastaba el poco dinero que tenía en ayudarla, yo les decía: “Algún día ella hará lo mismo por mí”.
Pero ese día nunca llegó.
Hace dos meses me diagnosticaron diabetes y los médicos me prohibieron seguir trabajando en la panadería donde pasé media vida. De pronto, las cuentas se amontonaron y el miedo se instaló en mi pecho como un animal salvaje. Mis hijos viven lejos y apenas pueden ayudarme con lo justo. Pensé en Mariana. Pensé que después de todo lo que hice por ella, no le costaría venir a cuidarme unos días o ayudarme con las compras.
Pero cada vez que llamaba, tenía una excusa distinta: “Estoy ocupada con los niños”, “Tengo mucho trabajo”, “No puedo ahora”. Hasta que hoy simplemente colgó.
Esa noche no pude dormir. Me revolví entre las sábanas recordando todas las veces que fui su salvavidas. ¿En qué momento se rompió el hilo invisible que nos unía? ¿O acaso solo existía para ella cuando le convenía?
Al día siguiente, fui al mercado sola. Caminé despacio por las calles llenas de baches y vendedores ambulantes. Sentía el peso de los años en las piernas y el corazón apretado por la tristeza. Al pasar frente a una tienda vi a doña Rosa, una vecina de toda la vida.
—Lucía, ¿y Mariana?— preguntó con curiosidad.
—No sé… hace tiempo que no la veo— respondí bajito.
Doña Rosa me miró con compasión y me invitó a tomar un café en su casa. Allí me desahogué como nunca antes: le conté todo lo que sentía, el dolor de sentirme invisible para mi propia hermana, el miedo a enfermarme sola.
—A veces la familia no es la sangre sino quien está cuando uno lo necesita— dijo doña Rosa con sabiduría.
Sus palabras me hicieron pensar en todas las personas que sí estuvieron para mí sin pedir nada a cambio: mis vecinos, mis amigas de la iglesia, incluso mis hijos aunque estén lejos siempre llaman para saber cómo estoy.
Esa tarde recibí un mensaje de Mariana: “Perdón si te fallé. No sé cómo ayudarte ahora”. Lo leí una y otra vez buscando algo más entre esas palabras frías. No había nada.
Pasaron los días y aprendí a pedir ayuda a otras personas. A veces una vecina me acompaña al médico; otras veces una amiga me trae comida caliente. Descubrí que no todo lo que uno da vuelve de la misma manera ni de las mismas manos.
Pero todavía duele. Duele saber que para Mariana fui solo un refugio temporal y no una hermana de verdad para ella.
Hace poco soñé con mi mamá. Me decía: “No te arrepientas de dar, hija. Pero aprende a cuidar tu corazón”.
Hoy miro mi vida con otros ojos. Sigo creyendo en la familia, pero ya no idealizo el sacrificio ciego ni espero milagros de quien no sabe corresponder.
A veces me pregunto: ¿Cuántos como yo hay allá afuera? ¿Cuántos han dado todo por su familia y al final se han sentido solos? ¿Vale la pena seguir dando sin esperar nada? ¿O hay un momento en el que debemos aprender a poner límites?
¿Ustedes qué piensan? ¿Han sentido alguna vez que dieron demasiado por alguien que no supo estar cuando más lo necesitaban?