Siempre estuve para ti, hija mía: una historia de amor, sacrificio y desencuentro

—Mamá, no tengo espacio para esto ahora.

Las palabras de Camila me golpearon como una bofetada. Sentí que el aire se me escapaba del pecho, como si alguien hubiera abierto una ventana en pleno invierno y el frío se colara hasta mis huesos. Me quedé en silencio, con el teléfono temblando entre mis manos arrugadas. ¿Cómo podía ser? ¿Cómo podía decirme eso mi hija, mi única hija, a la que le di todo lo que tenía y más?

Recuerdo cuando Camila era una niña inquieta, con los rizos oscuros siempre desordenados y las rodillas raspadas de tanto correr por el patio de nuestra casa en San Miguel de Tucumán. Yo era madre soltera; su papá nos dejó cuando ella tenía apenas dos años. Desde entonces, fui madre y padre, amiga y confidente. Cuando tenía fiebre, la cargaba en brazos toda la noche, murmurándole canciones de cuna que aprendí de mi abuela Juana. Cuando llegó el primer festival del jardín, le cosí un disfraz de mariposa con retazos de tela que me regaló doña Rosa, la vecina. Y cada cumpleaños, le horneaba tortas con confites de colores, aunque a veces no alcanzaba para comprar todos los ingredientes y tenía que improvisar.

Camila creció y yo la vi volverse mujer. Siempre la apoyé en sus decisiones, incluso cuando eligió a Martín como pareja, aunque yo presentía que él no era para ella. No me metí, porque sabía que cada uno debe vivir sus propios errores. Cuando nació mi primer nieto, Tomás, Camila estaba asustada y sola; Martín trabajaba todo el día y ella no tenía amigas cercanas. Yo iba todos los días a su casa: cocinaba, lavaba la ropa del bebé, lo cuidaba para que ella pudiera dormir una siesta o darse una ducha tranquila. Lo hice con amor, sin esperar nada a cambio.

Así pasaron los años. Camila tuvo otro hijo, Benjamín, y yo seguí ahí. A veces sentía que mi vida giraba en torno a ellos: los llevaba al médico, los ayudaba con las tareas del colegio, les preparaba meriendas cuando salían del club. Mi casa era un ir y venir de risas infantiles y juguetes desparramados por el suelo. Y aunque a veces me sentía cansada o invisible, verlos crecer era mi mayor alegría.

Pero hace seis meses todo cambió. Empecé a sentirme débil; las piernas no me respondían igual y me faltaba el aire al subir las escaleras. Fui al hospital público y después de varios estudios me diagnosticaron insuficiencia cardíaca. El médico fue claro: «Señora Teresa, necesita reposo y alguien que la ayude en casa». Salí del consultorio con el alma hecha trizas, pero convencida de que Camila estaría ahí para mí, como yo estuve para ella toda la vida.

Esa tarde la llamé. Recuerdo su voz apurada al otro lado del teléfono:

—Mamá, justo estoy saliendo para llevar a Tomás al fútbol… ¿Qué pasa?
—Me dieron los resultados… Necesito ayuda en casa por un tiempo —le dije, tratando de sonar tranquila.
—Ay, mamá… ahora no puedo con más cosas encima. Estoy a full con los chicos, Martín está trabajando doble turno… No tengo espacio para esto ahora.

Me quedé muda. Sentí que el piso se abría bajo mis pies. ¿No tenía espacio para mí? ¿Después de todo lo que hice por ella?

Esa noche lloré como hacía años no lo hacía. Me sentí vieja, inútil y sola. Mi hermana Marta vive en Salta y apenas nos vemos; mis amigas del barrio ya no están o están igual de enfermas que yo. Durante días esperé una llamada de Camila, un mensaje… pero nada. Solo silencio.

Pasaron las semanas y aprendí a arreglármelas sola: pedí ayuda a una vecina para hacer las compras y contraté a una señora por horas para limpiar la casa con lo poco que cobro de la jubilación mínima. Cada vez que veía fotos de mis nietos en las redes sociales —cumpleaños, partidos de fútbol, paseos al parque— sentía una punzada en el pecho. Yo no estaba ahí; ya no era parte de sus vidas.

Un día me animé a llamarla otra vez:

—Cami… ¿Podrías venir este fin de semana? Me gustaría verte.
—Mamá… estoy complicada. Los chicos tienen actividades y Martín está cansado…
—Solo un rato —insistí—. Hace mucho que no los veo.
—Después te aviso —me cortó rápido.

No llamó ese fin de semana ni el siguiente. Empecé a preguntarme si había hecho algo mal como madre. ¿Fui demasiado presente? ¿La asfixié con mi amor? ¿O simplemente así es la vida ahora, donde los viejos somos una carga?

Una tarde recibí la visita inesperada de doña Rosa, mi vecina de toda la vida:

—Teresa, te veo apagada… ¿Qué pasa?
Le conté todo entre lágrimas. Ella me abrazó fuerte y me dijo:

—No te merecés esto. Pero no estás sola; aquí estamos tus vecinos, tus amigas…

Sus palabras me dieron un poco de consuelo, pero el vacío seguía ahí.

Hace unos días recibí un mensaje de Camila: «Mamá, ¿podés cuidar a los chicos el sábado? Tengo un compromiso». Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo. ¿Solo me busca cuando necesita algo? Respondí que no podía; por primera vez en mi vida le dije que no.

Desde entonces no hemos hablado mucho más. A veces pienso en llamarla y pedirle perdón por no estar disponible como antes… pero luego recuerdo todas las veces que estuve sola cuando más la necesité.

Hoy escribo esto sentada en mi cocina vacía, mirando por la ventana cómo cae la tarde sobre San Miguel. Me pregunto si algún día Camila entenderá lo que es sentirse abandonada por quien más amas.

¿Será que los hijos olvidan tan fácil lo que hicimos por ellos? ¿O es que uno como madre nunca aprende a dejar de esperar? ¿Ustedes qué piensan?