Siempre puedes contar conmigo: La historia de Mariana y Julián
—¿De verdad creés que podés confiar en mí? —me preguntó Julián esa noche, con la voz quebrada y los ojos llenos de cansancio. Yo estaba parada en la cocina, con las manos temblorosas sobre la mesa, mirando el mate frío que no había terminado. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de chapa y el olor a humedad se mezclaba con el del guiso que se enfriaba en la olla.
Nunca imaginé que mi vida llegaría a este punto. Cuando me casé con Julián, hace ya diez años, sentí que el mundo era nuestro. Yo era esa chica alegre del barrio de Flores, la que siempre tenía una sonrisa para todos y un consejo para quien lo necesitara. Julián era mi todo: trabajador, cariñoso, siempre dispuesto a soñar conmigo. Nos juramos amor eterno en la parroquia San José, rodeados de familia y amigos, convencidos de que juntos podríamos con cualquier cosa.
Pero la vida en Buenos Aires no es fácil. Los sueldos no alcanzan, los precios suben y los sueños se achican. Al principio, todo era esperanza: pintamos nuestro departamento con las manos llenas de pintura y el corazón lleno de ilusiones. Yo trabajaba en una librería del centro y Julián en una fábrica de autopartes. Nos levantábamos temprano, compartíamos el colectivo y nos reíamos de las pequeñas desgracias cotidianas.
Después llegó Sofía, nuestra hija. Todo cambió. El dinero no alcanzaba, las discusiones aumentaron y la ternura se fue volviendo rutina. Pero yo seguía creyendo que podía ser la esposa perfecta, la madre ejemplar, la mujer en la que todos podían confiar.
—Mariana, ¿vos nunca te cansás? —me preguntaba mi mamá cuando venía a ayudarme con Sofía—. Siempre estás para todos.
—Alguien tiene que ser fuerte —le respondía yo, aunque por dentro sentía que me desmoronaba.
La crisis llegó una tarde de invierno. Julián perdió su trabajo. La fábrica cerró y él volvió a casa con los ojos rojos y las manos vacías. Yo lo abracé fuerte, le dije que íbamos a salir adelante, pero él se fue apagando poco a poco. Empezó a pasar más tiempo en la esquina con los muchachos del barrio, tomando cerveza y hablando de tiempos mejores.
—¿Por qué no buscás otro trabajo? —le pregunté una noche, tratando de no sonar desesperada.
—¿Y vos creés que es tan fácil? —me gritó—. ¡No sabés lo que es salir todos los días a buscar y volver con las manos vacías!
Me dolió su grito más que cualquier golpe. Pero seguí adelante. Trabajé horas extras en la librería, vendí ropa usada por Facebook, hice tortas para las vecinas. Todo para que Sofía no notara la tristeza que se había instalado en casa.
Una tarde, mientras acomodaba libros viejos en la librería, recibí un mensaje de mi amiga Laura: «Mariana, vi a Julián en el boliche con otra mina. No sé si decirte esto…» Sentí un frío en el pecho. No quería creerlo. Julián siempre había sido mi compañero, mi refugio.
Esa noche lo enfrenté:
—¿Es verdad lo que dicen? ¿Estás con otra?
Él bajó la mirada. No dijo nada. El silencio fue peor que cualquier respuesta.
—¿Por qué? —le pregunté entre lágrimas—. ¿No te alcanza con todo lo que hago por vos?
—No es eso… —susurró—. Me siento un fracaso. No puedo darte lo que merecés.
Me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin fuerzas. Pensé en irme, en dejarlo todo atrás. Pero miré a Sofía dormida y supe que no podía rendirme tan fácil.
Los días siguientes fueron un infierno. La desconfianza se instaló entre nosotros como una sombra imposible de disipar. Julián intentó acercarse, pero yo ya no era la misma. Me volví fría, distante. Empecé a cuestionar cada palabra, cada gesto.
Una noche, mientras cenábamos en silencio, Sofía nos miró y dijo:
—¿Por qué ya no se ríen como antes?
Sentí una puñalada en el pecho. ¿Qué ejemplo le estábamos dando a nuestra hija? ¿Valía la pena seguir juntos solo por costumbre?
Hablé con mi mamá:
—No sé si puedo perdonarlo —le confesé—. Siento que todo lo que hice no sirvió para nada.
Ella me abrazó:
—La vida no es justa, hija. Pero vos sos fuerte. Hacé lo que te haga feliz.
Esa noche me senté frente a Julián y le dije todo lo que tenía guardado:
—No soy perfecta. Me equivoqué pensando que podía con todo sola. Pero necesito saber si todavía querés luchar por esta familia.
Él lloró como nunca antes lo había visto llorar:
—No quiero perderte, Mariana. Sos lo mejor que tengo.
Decidimos darnos otra oportunidad, pero esta vez poniendo límites claros y buscando ayuda profesional. No fue fácil reconstruir la confianza rota; cada día era una batalla contra el resentimiento y el miedo al futuro.
Hoy, después de tanto dolor, puedo decir que sigo creyendo en el amor, pero ya no desde la ingenuidad sino desde la madurez y el coraje de enfrentar los problemas juntos.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres como yo siguen luchando en silencio para sostener a sus familias? ¿Vale la pena sacrificarlo todo por alguien más o también tenemos derecho a pensar en nosotras mismas?