Sola en la Casa Grande: El Olvido de una Madre
—¿Por qué no te la llevas tú, Sofía? Yo tengo dos hijos y apenas llego a fin de mes —escuché la voz de Martín, mi hijo mayor, retumbando desde la sala, como si yo no estuviera en la habitación contigua.
Me quedé quieta, con la taza de café temblando entre mis manos. El aroma ya no me reconfortaba como antes. Ahora, cada sorbo era un recordatorio amargo de mi soledad. Sofía suspiró fuerte, como si cargar conmigo fuera un peso insoportable.
—Martín, tú tienes la casa más grande. Yo vivo en un departamento chico y apenas puedo con mis turnos dobles en el hospital —respondió ella, su voz quebrada por el cansancio y la rabia contenida.
No pude evitarlo. Me levanté y abrí la puerta. Ellos se quedaron en silencio al verme. Por un momento, pensé que se acercarían a abrazarme, a decirme que todo estaría bien. Pero solo bajaron la mirada.
—No quiero ser una carga para ninguno de los dos —dije, intentando que mi voz sonara firme. Pero sentí cómo se me quebraba el alma.
Martín evitó mi mirada. Sofía se mordió el labio, como hacía cuando era niña y no quería llorar delante de mí. Recordé tantas noches en las que me desvelaba para cuidarles la fiebre, para consolar sus pesadillas. ¿Cómo llegamos a esto?
La casa grande donde viví con ellos se sentía ahora inmensa y vacía. Las fotos en las paredes parecían burlarse de mí: Sofía con su vestido de graduación, Martín abrazando a su primer hijo, yo sonriendo entre ellos, convencida de que siempre estaríamos juntos.
Esa noche, escuché cómo discutían en la cocina. Pensaban que dormía, pero cada palabra era un cuchillo:
—No puedo dejarla sola, pero tampoco puedo llevármela —decía Sofía.
—¿Y si buscamos un hogar para ancianos? —sugirió Martín en voz baja.
Sentí un frío recorrerme el cuerpo. ¿Un hogar? ¿Después de todo lo que hice por ellos? Recordé cuando vendí mi anillo de compromiso para pagar la universidad de Sofía; cuando trabajé doble turno en la panadería para que Martín pudiera ir al viaje de estudios a Machu Picchu.
Al día siguiente, preparé el desayuno como siempre: café con leche y pan con mantequilla. Nadie bajó a comer conmigo. El silencio era tan denso que podía cortarse con cuchillo.
Me senté en el patio trasero, mirando el limonero que plantamos juntos cuando Martín tenía ocho años. Las ramas estaban llenas de frutos, pero nadie los recogía ya. Me pregunté si mis hijos algún día entenderían lo que significa sentirse invisible.
Pasaron los días y las discusiones se hicieron más frecuentes. Sofía lloraba en el baño; Martín salía temprano y volvía tarde para evitarme. Yo fingía no darme cuenta, pero cada noche lloraba en silencio, abrazando una almohada que ya no olía a nada.
Una tarde, Sofía entró a mi cuarto. Se sentó a mi lado y tomó mi mano.
—Mamá… perdónanos. No sabemos qué hacer —susurró.
La abracé fuerte, como cuando era niña y temía a las tormentas. Pero ahora la tormenta estaba dentro de nosotros.
Finalmente, tomaron una decisión: me llevarían a un asilo privado en las afueras de la ciudad. Dijeron que era lo mejor para todos. Que allí estaría cuidada y acompañada. Pero yo sabía que era una forma elegante de abandonarme.
El día que me llevaron al asilo, la casa grande quedó atrás, con sus paredes llenas de recuerdos y promesas rotas. Sofía lloraba en silencio; Martín ni siquiera bajó del auto.
El asilo olía a desinfectante y soledad. Las otras mujeres me miraban con ojos tristes; algunas nunca recibían visitas. Me pregunté si ese sería mi destino también.
Pasaron semanas sin llamadas ni visitas. Aprendí a reconocer el sonido del teléfono y a resignarme cuando no era para mí. Empecé a escribir cartas que nunca envié:
«Queridos hijos: ¿Recuerdan cuando les leía cuentos antes de dormir? ¿Recuerdan cómo les enseñé a andar en bicicleta? Yo sí lo recuerdo todo…»
Un día recibí una carta de Sofía. Decía que estaba ocupada, que los niños estaban enfermos, que pronto vendría a verme. Martín no escribió nunca.
A veces me pregunto si hice algo mal. Si fui demasiado dura o demasiado blanda; si debí haberme guardado algo para mí en vez de darlo todo por ellos.
En las noches más frías, escucho el viento golpeando las ventanas del asilo y me pregunto si alguna vez volveré a sentirme parte de una familia.
¿Vale la pena darlo todo por los hijos? ¿O es inevitable que el amor de madre sea olvidado cuando más lo necesitas?
¿Ustedes qué piensan? ¿Han sentido alguna vez este vacío?