Solo nos vemos en Navidad: El sacrificio invisible de un padre

—¿Por qué nunca me llamas, hijo? —mi voz tiembla, aunque intento sonar firme. El teléfono tiembla en mi mano, y del otro lado solo hay silencio. Es 12 de junio, mi cumpleaños, y otra vez la casa está vacía.

Me llamo Ernesto Ramírez. Vivo en un barrio modesto de Guadalajara, donde las casas se conocen por los apodos de sus dueños y los perros ladran a cualquiera que no sea de la cuadra. Hace quince años, mi esposa, Lucía, se fue de casa. El menor de mis hijos, Emiliano, apenas tenía cuatro años; Diego, el mayor, diez. Recuerdo esa noche como si fuera una película vieja: Lucía llorando en la puerta, los niños dormidos, y yo con el alma hecha trizas sin saber cómo seguir.

No volví a enamorarme. No porque no quisiera, sino porque no había tiempo ni energía. Trabajaba de albañil desde las seis de la mañana hasta que el sol se escondía detrás del cerro. Mi madre, doña Carmen, fue mi única aliada. Ella preparaba el desayuno y llevaba a los niños a la escuela mientras yo luchaba por traer algo de dinero a casa. A veces llegaba tan cansado que ni siquiera podía preguntarles cómo les había ido en el día.

—Papá, ¿puedo quedarme a dormir con la abuela? —me preguntaba Emiliano cada viernes.
—Claro, hijo. Pero mañana desayunamos juntos, ¿sí?

Así pasaron los años. Los niños crecieron entre el olor a frijoles refritos y el eco de mis pasos cansados al llegar cada noche. Diego empezó a trabajar joven para ayudarme; Emiliano se volvió callado y distante. Yo hacía lo posible por estar presente: iba a sus partidos de fútbol aunque llegara cubierto de cemento y polvo, les cocinaba huevos con jamón los domingos y les contaba historias de cuando era niño en Michoacán.

Pero el tiempo es cruel. Los hijos crecen y los padres envejecen. Diego se fue a Monterrey a estudiar ingeniería; Emiliano consiguió trabajo en una tienda de celulares y se mudó con unos amigos. La casa se fue quedando vacía, primero los cuartos, luego la mesa del comedor.

Las reuniones familiares se redujeron a la cena de Navidad. Cada año, Diego llegaba con regalos caros y Emiliano con una sonrisa forzada. Yo preparaba pozole y ponía música de Los Panchos para recordar los viejos tiempos. Pero las conversaciones eran cortas; todos miraban sus teléfonos o hablaban de cosas que yo no entendía.

—¿Y tú cómo estás, papá? —preguntaba Diego por compromiso.
—Bien, hijo. Aquí, sobreviviendo —respondía yo, tragándome las ganas de decirle cuánto lo extrañaba.

La última Navidad fue especialmente fría. Emiliano llegó tarde y apenas probó la comida. Diego discutió con él por política y terminaron gritándose en la sala. Yo intenté calmar las aguas, pero terminé cenando solo mientras ellos salían a fumar al patio.

—¿Por qué siempre tienes que arruinarlo todo? —le gritó Diego a su hermano.
—¡Tú ni siquiera estás aquí nunca! —respondió Emiliano antes de azotar la puerta.

Esa noche me senté frente al árbol de Navidad y lloré como no lo hacía desde que Lucía se fue. Me pregunté en qué momento todo se había roto. ¿Fue cuando empecé a trabajar tanto? ¿Cuando dejé de preguntarles cómo se sentían? ¿O simplemente la vida nos arrastró por caminos distintos?

Mi madre murió hace dos años. Desde entonces, la soledad pesa más. A veces me siento en la banqueta a ver pasar los carros y me pregunto si algún vecino notará que ya casi no recibo visitas. Los domingos cocino para dos por costumbre, aunque nadie venga.

El teléfono suena poco. Diego manda mensajes cortos: «Todo bien por acá, papá». Emiliano ni eso; supe por Facebook que tiene novia y que viajó a Cancún el mes pasado. Yo no les reclamo nada porque sé que cada quien tiene su vida, pero duele sentirme invisible después de tantos años de sacrificio.

A veces pienso en Lucía. ¿Habrá sentido lo mismo cuando decidió irse? ¿Habrá llorado por las noches pensando en sus hijos? Nunca volvimos a hablar más allá de lo necesario; ella rehizo su vida en Querétaro y rara vez pregunta por los muchachos.

Hoy es mi cumpleaños y nadie ha venido. Me preparo un café y miro las fotos viejas: Diego con uniforme escolar, Emiliano disfrazado de superhéroe, mi madre sonriendo con su delantal azul. Me pregunto si hice bien en sacrificarlo todo por ellos. Si valió la pena renunciar a mis sueños para que ellos tuvieran una vida mejor.

El reloj marca las ocho de la noche cuando finalmente suena el teléfono.

—Feliz cumpleaños, papá —dice Emiliano con voz cansada.
—Gracias, hijo. ¿Cómo estás?
—Bien… ocupado. Perdón por no ir hoy, tuve mucho trabajo.
—No te preocupes, hijo. Cuídate mucho.

Cuelgo y me quedo mirando el techo. Siento una mezcla de orgullo y tristeza imposible de explicar. Sé que hice lo correcto como padre, pero también sé que la soledad es el precio que muchos pagamos en silencio.

A veces me pregunto: ¿vale la pena darlo todo por los hijos si al final solo nos vemos en Navidad? ¿Cuántos padres como yo viven esperando una llamada que nunca llega?