Solo soy mamá: una historia de amor sin derechos ni tiempo

—¡Valeria, apúrate que se te va a hacer tarde para la secundaria! —grité desde la cocina, mientras revolvía los huevos con una mano y con la otra buscaba el uniforme limpio de Tomás. El reloj marcaba las 6:10 de la mañana y ya sentía el cansancio acumulado de toda la semana.

Mi nombre es Mariana, tengo 39 años y vivo en Ecatepec, Estado de México. Mi hija Valeria acaba de cumplir dieciséis años y Tomás tiene doce. Desde que me separé de su papá hace cinco años, he sido solo mamá. No mujer, no persona con sueños propios, solo mamá.

—¡Ya voy, ma! —respondió Valeria desde el baño, con ese tono entre fastidiado y cansado que usan los adolescentes cuando sienten que todo es una molestia.

Tomás apareció en la cocina arrastrando los pies, con el cabello parado y los ojos hinchados. Le puse el plato frente a él y le di un beso en la cabeza. —Ándale, mi amor, desayuna rápido que hoy tengo junta temprano y no quiero llegar tarde.

Mientras ellos comían, yo pensaba en la lista interminable de pendientes: pagar la luz, comprar despensa, revisar las tareas, lavar ropa… Y después irme a trabajar ocho horas como secretaria en una clínica. Mi vida era una rutina sin pausas ni respiros. A veces me preguntaba si esto era todo lo que me esperaba del futuro.

Cuando era joven soñaba con ser psicóloga, viajar por Latinoamérica, escribir un libro. Pero la vida se encargó de ponerme otras pruebas: un embarazo a los 23, una boda apresurada con Javier —que terminó siendo más una carga que un apoyo— y luego el divorcio. Desde entonces, cada día era una batalla para sacar adelante a mis hijos.

—Ma, ¿me das para el camión? —preguntó Valeria, interrumpiendo mis pensamientos.

—Sí, hija. Pero cuídalo bien porque ya no tengo más hasta el viernes —le advertí mientras le daba el billete doblado.

A veces sentía que todo lo que hacía era dar y dar, sin recibir nada a cambio. Ni un gracias, ni un abrazo espontáneo. Solo exigencias y reclamos: «¿Por qué no hay internet?», «¿Por qué no compraste yogur?», «¿Por qué no puedo salir con mis amigos?».

Esa noche, después de cenar y revisar las tareas de Tomás, me encerré en el baño para llorar en silencio. No quería que mis hijos me vieran débil. Me miré al espejo y apenas reconocí a la mujer ojerosa y despeinada que me devolvía la mirada. ¿Dónde quedó Mariana? ¿La que bailaba salsa en las fiestas? ¿La que soñaba despierta?

Al día siguiente, mientras esperaba el microbús rumbo al trabajo, escuché a dos mujeres platicar sobre sus planes para el fin de semana: ir al cine, salir a bailar, tomar café con amigas. Sentí una punzada de envidia. Yo no recordaba la última vez que hice algo solo para mí.

En la clínica, mi jefa —la licenciada Ramírez— me regañó porque llegué cinco minutos tarde. No le importó que le explicara que Tomás se había enfermado en la madrugada y tuve que buscarle medicina. «Aquí no hay pretextos, Mariana», me dijo con frialdad.

A la hora de la comida, mi compañera Lupita me preguntó si quería ir al parque con ella y otras amigas el sábado. Dudé un momento antes de responder:

—No sé si pueda… tengo que ver si Valeria necesita ayuda con su tarea y Tomás tiene partido de fútbol.

Lupita me miró con compasión. —Mariana, también tienes derecho a un respiro. Tus hijos ya están grandes.

Esa noche, mientras preparaba la cena, Valeria entró a la cocina con cara seria.

—Ma, ¿puedo salir mañana con mis amigas al centro comercial?

—¿Ya hiciste tu tarea?

—Sí… pero necesito dinero para el cine.

Sentí cómo se me apretaba el pecho. Otra vez dinero. Otra vez dar sin recibir nada.

—Valeria, ¿alguna vez piensas en lo que yo necesito? —le pregunté sin poder evitar que mi voz temblara.

Ella me miró sorprendida. —¿A qué te refieres?

—A que siempre estoy aquí para ustedes, pero nadie pregunta cómo estoy yo…

Valeria bajó la mirada y murmuró: —Perdón, ma… no lo había pensado.

Tomás entró corriendo y cambió el tema pidiendo ayuda con su mochila rota. Y así se fue otra noche más.

Un domingo por la tarde, mientras lavaba ropa en el patio, mi mamá vino a visitarnos. Ella siempre ha sido dura conmigo:

—Mariana, tienes que ser fuerte por tus hijos. Ellos te necesitan entera.

—¿Y yo? ¿Quién me cuida a mí? —le respondí casi sin querer.

Mi mamá suspiró y me abrazó fuerte. —A veces nos olvidamos de nosotras mismas por cuidar a los demás… pero también mereces ser feliz.

Esa noche me quedé pensando en sus palabras. ¿Qué ejemplo les estaba dando a mis hijos? ¿Que una mujer solo sirve para sacrificarse? ¿Que no tiene derecho a soñar?

Decidí hacer algo pequeño por mí: busqué en internet un grupo de mujeres que se reúnen los jueves para leer poesía en la Casa de Cultura del barrio. Me armé de valor y fui al siguiente jueves. Al principio me sentí fuera de lugar entre tantas desconocidas, pero pronto una señora llamada Teresa me invitó a leer un poema.

Sentí cómo algo dentro de mí despertaba después de tantos años dormido. Recordé lo mucho que amaba escribir y compartir mis pensamientos.

Esa noche llegué a casa sonriente por primera vez en mucho tiempo. Valeria notó mi cambio:

—¿Por qué estás tan feliz?

—Porque hoy hice algo solo para mí —le respondí sin miedo ni culpa.

Ella sonrió tímidamente y me abrazó. —Me alegra verte así, ma.

Poco a poco empecé a buscar más momentos para mí: leer antes de dormir, caminar sola por el parque los domingos temprano, tomarme un café sin prisas mientras escucho música vieja.

No ha sido fácil. A veces siento culpa por pensar primero en mí antes que en mis hijos. Pero también sé que si no me cuido yo, nadie lo hará por mí.

Hoy escribo esta historia porque sé que muchas mujeres en Latinoamérica viven lo mismo: somos madres antes que personas; damos todo sin pedir nada; nos olvidamos de quiénes somos por cuidar a los demás.

¿Hasta cuándo vamos a permitirlo? ¿No merecemos también ser felices?