Solo un poco para comer: el día que una petición cambió mi familia

—¡No le des nada, Lucía! Seguro es para droga —me gritó mi mamá desde la ventanilla del auto, justo cuando yo ya tenía la moneda en la mano, lista para dársela al hombre que se acercó al semáforo. Tenía la cara sucia y los ojos cansados, pero su voz fue tan suave que me desarmó: “Señorita, solo un poco para comer, por favor”.

Sentí la mirada de mi mamá clavada en mi nuca. Mi hermano menor, Mateo, jugaba con el celular, ignorando todo. El hombre me miró un segundo más, resignado, y se alejó. El semáforo cambió a verde y seguimos nuestro camino por la Avenida Insurgentes, entre el ruido de los cláxones y el calor pegajoso de Ciudad de México.

No dije nada. Pero por dentro hervía. ¿Por qué mi mamá siempre pensaba lo peor de todos? ¿Por qué no podíamos simplemente ayudar? Me mordí el labio hasta que sentí el sabor metálico de la sangre.

En casa, la discusión explotó como pólvora. —¡No entiendes, Lucía! —me gritó mi mamá mientras tiraba las llaves sobre la mesa—. ¡La gente se aprovecha! Si les das una vez, te buscan siempre. ¡Así es aquí!

—¿Y si sí tenía hambre? —le respondí, temblando de rabia—. ¿Y si solo necesitaba comer?

Mi papá, que había escuchado desde el pasillo, intervino con su voz grave: —Tu mamá tiene razón. No podemos confiar en cualquiera. La ciudad está llena de peligros.

Mateo levantó la vista del celular y murmuró: —A mí me daría miedo acercarme a uno de esos tipos.

Sentí que algo se rompía dentro de mí. ¿En qué momento nos volvimos tan duros? Recordé cuando era niña y mi abuela, doña Carmen, me llevaba a repartir tamales a los vecinos pobres del barrio en Iztapalapa. Ella decía: “Uno nunca sabe cuándo le va a tocar pedir”.

Esa noche no pude dormir. Me quedé mirando el techo, escuchando los gritos lejanos en la calle y preguntándome si el hombre del semáforo habría conseguido algo para comer. Pensé en mi abuela y en cómo todo había cambiado desde que murió. Ahora mi familia era otra: más cerrada, más desconfiada.

Al día siguiente, durante la comida, el tema volvió a salir. —¿Y si fuera Mateo el que tuviera hambre en la calle? —pregunté de pronto, sin poder contenerme.

Mi mamá me miró como si estuviera loca. —¡Eso nunca va a pasar! Nosotros no somos así.

—¿Así cómo? —insistí—. ¿Pobres? ¿Desesperados?

Mi papá suspiró y dejó el tenedor sobre el plato. —No es lo mismo, Lucía. Nosotros trabajamos duro para no estar en esa situación.

—¿Y ellos no? —pregunté bajito.

El silencio se hizo pesado. Nadie respondió. Sentí ganas de llorar.

Esa tarde salí a caminar sola por el barrio. Pasé frente a la panadería donde antes comprábamos con mi abuela y vi a una señora mayor sentada en la banqueta, vendiendo dulces. Tenía las manos hinchadas y los ojos tristes. Me acerqué y le compré un mazapán.

—Gracias, hija —me dijo con una sonrisa cansada—. Que Dios te bendiga.

Me senté junto a ella un momento. —¿Hace mucho que vende aquí?

—Desde que mi hijo se fue al norte —respondió—. No hay trabajo para los viejos como yo.

Sentí un nudo en la garganta. Pensé en mi familia y en cómo nos protegíamos tanto que habíamos olvidado mirar a los demás.

Esa noche le conté a mi mamá lo que había hecho. Esperaba otra pelea, pero solo suspiró y me abrazó fuerte.

—No quiero que te pase nada malo —me dijo al oído—. Me da miedo este país… me da miedo perderte.

Por primera vez entendí su miedo: no era solo desconfianza, era terror a perder lo poco que teníamos, a que algo malo nos pasara por confiar demasiado.

Pero también sentí rabia porque ese miedo nos estaba robando algo esencial: la empatía.

Los días pasaron y la tensión en casa seguía. Mi papá empezó a llegar más tarde del trabajo; decía que había recortes en la empresa y que no sabía si lo iban a correr. Mi mamá dejó de comprar algunas cosas “por si acaso”. Mateo empezó a preguntar si íbamos a tener que mudarnos con los abuelos.

Una tarde, mientras ayudaba a mi mamá a lavar los trastes, le pregunté:

—¿Tú alguna vez pediste ayuda?

Se quedó callada un rato largo antes de responder:

—Cuando era niña… sí. Mi papá se quedó sin trabajo y tuvimos que pedir fiado en la tienda. Me daba mucha vergüenza.

La miré sorprendida. Nunca me lo había contado.

—¿Y te ayudaron?

Asintió despacio.

—Sí… pero nunca se me olvidó cómo se siente depender de otros.

Esa noche soñé con mi abuela repartiendo tamales y con el hombre del semáforo comiéndose una torta enorme bajo un árbol.

Al día siguiente, cuando volvimos a pasar por Insurgentes, vi al mismo hombre cerca del semáforo. Esta vez no dudé: bajé la ventana y le di un sándwich que llevaba en mi mochila.

Me miró sorprendido y sonrió con gratitud sincera.

—Gracias, señorita… Dios se lo pague.

Mi mamá no dijo nada esta vez. Solo me miró con ojos tristes y cansados.

Esa noche cenamos en silencio. Pero sentí que algo había cambiado entre nosotras: una grieta pequeña por donde podía colarse un poco de luz.

Ahora entiendo que el miedo puede protegernos… pero también puede encerrarnos en una jaula invisible. Y que ayudar no siempre es fácil ni seguro, pero es lo único que nos salva de volvernos piedra por dentro.

A veces me pregunto: ¿cuántas veces dejamos de ayudar por miedo? ¿Cuántas veces negamos una mano porque creemos saberlo todo sobre el otro? ¿Y si un día somos nosotros los que necesitamos solo un poco para comer?