Sombras de la Ausencia: El Regreso de mi Padre Después de Veinte Años

—¿Quién es? —preguntó mi abuela desde la cocina, mientras yo miraba la puerta, temblando. Era mi cumpleaños número veintisiete, y el timbre sonó justo cuando partíamos el pastel. Nadie esperaba visitas. Nadie, mucho menos yo, esperaba ver a ese hombre parado en la entrada, con la camisa arrugada y los ojos cansados de quien ha caminado demasiado tiempo solo.

—¿Mariana? —dijo él, como si no estuviera seguro de mi nombre. Mi madre, que sostenía el cuchillo del pastel, se quedó inmóvil. Mi abuela dejó caer una taza. El silencio fue tan denso que sentí que me ahogaba.

No lo veía desde que tenía siete años. Recuerdo el portazo, los gritos, la promesa de que volvería pronto. Nunca volvió. Crecí en una casa donde su nombre era un tabú, donde las preguntas se respondían con evasivas y los domingos eran días de ausencia.

Ahora estaba ahí, veinte años después, en mi cumpleaños, pero sin flores, sin regalo, sin siquiera saber qué día era. Me miró como si yo fuera una extraña.

—¿Puedo pasar? —preguntó, y su voz tembló apenas un poco.

Mi madre asintió con la cabeza, rígida. Yo no podía moverme. Sentí el peso de todas las veces que soñé con este momento: que él regresara, que me abrazara, que pidiera perdón. Pero no hubo abrazo. No hubo disculpas. Solo ese silencio incómodo y su mirada perdida.

—¿Por qué volviste? —pregunté al fin, con la voz quebrada.

Él suspiró y se sentó en la silla más cercana. —No sé —dijo—. Supongo que ya era hora.

Mi abuela sirvió café sin decir palabra. Mi madre se fue al patio a llorar en silencio. Yo me quedé frente a él, buscando en su rostro alguna señal de arrepentimiento, de amor, de algo.

—¿Te acuerdas de mí? —le pregunté, casi como una niña pequeña.

Él bajó la mirada. —Claro que sí… Mariana, ¿verdad?

Sentí una punzada en el pecho. Ni siquiera estaba seguro de mi nombre. ¿Cómo podía perdonar a alguien que ni siquiera recordaba quién era yo?

La tarde se volvió interminable. Él habló poco: que había estado en Ecuador, luego en Perú; que trabajó en la construcción, que tuvo problemas con el alcohol; que intentó rehacer su vida pero nunca pudo dejar de pensar en nosotros… aunque nunca llamó, nunca escribió.

—¿Por qué no volviste antes? —insistí.

Se encogió de hombros. —No sabía cómo… Me daba miedo lo que encontraría.

En ese momento sentí rabia. Rabia por todos los cumpleaños sin él, por los bailes escolares donde mi madre era madre y padre; por las veces que tuve que mentir cuando me preguntaban por mi papá; por las noches en que lloré abrazada a su vieja camisa azul.

—¿Y ahora qué? —le pregunté—. ¿Vienes a quedarte? ¿A pedir perdón? ¿A qué?

Él me miró con ojos tristes. —No lo sé… Solo quería verte.

La familia se fue dispersando. Mi abuela se encerró en su cuarto a rezar. Mi madre no volvió del patio hasta mucho después. Yo me quedé sola con él en la mesa del comedor, rodeada de platos sucios y restos de pastel.

—¿Sabes cuántos años tengo? —le pregunté.

Él dudó. —Veinticinco… ¿veintiséis?

—Veintisiete —dije seca—. Hoy cumplo veintisiete años.

Se quedó callado. Vi cómo sus manos temblaban sobre la mesa.

—Perdón —susurró—. No soy bueno para esto.

Me dieron ganas de gritarle todo lo que había guardado durante años: el dolor, la soledad, la rabia. Pero solo pude llorar en silencio. Él me miró impotente, como si no supiera qué hacer con mi llanto.

Pasaron horas así, hasta que finalmente se levantó.

—Me voy —dijo—. No quiero incomodar más.

Lo acompañé hasta la puerta. Afuera llovía fuerte sobre las calles polvorientas del barrio San Martín, donde crecí viendo a otros padres jugar fútbol con sus hijos mientras yo los miraba desde lejos.

Antes de irse, me miró una última vez.

—Ojalá puedas perdonarme algún día —dijo—. No merezco tu cariño, pero quería verte… aunque sea una vez más.

Cerré la puerta tras él y sentí un vacío inmenso. Mi madre apareció detrás de mí y me abrazó fuerte.

—No tienes que perdonarlo si no quieres —me susurró—. Pero tampoco tienes que cargar con su ausencia toda la vida.

Esa noche no dormí. Pensé en todo lo que había perdido y en lo poco que había ganado con su regreso fugaz. Me pregunté si el perdón era posible o si solo era una palabra bonita para aliviar culpas ajenas.

Hoy escribo esto porque sé que no soy la única en Latinoamérica con un padre ausente; porque sé que hay muchas Marianas esperando respuestas o aprendiendo a vivir sin ellas; porque sé que el dolor de la ausencia es un eco que resuena en muchas casas como la mía.

¿Es posible perdonar a quien nunca pidió perdón? ¿O es mejor aprender a vivir con las cicatrices y seguir adelante?