Sombras de preocupación: El drama de Lucía y su familia

—¿Por qué no me lo dijiste antes, Lucía? —La voz de Mariana retumba en la habitación blanca, casi vacía, mientras yo intento sentarme en la camilla del hospital. El olor a desinfectante me marea y el zumbido de los ventiladores viejos no deja espacio para el silencio.

No puedo mirarla a los ojos. Siento que si lo hago, todo lo que he intentado ocultar durante meses se derrumbará. Me aferro a la sábana, como si fuera un salvavidas.

—No quería preocuparlos —susurro, pero mi voz se quiebra. Mariana deja caer la bolsa de naranjas que traía y se sienta a mi lado, tomándome la mano con fuerza.

—¿Y ahora qué? ¿Cómo le vamos a decir a mamá? ¿A los niños? —pregunta, su voz temblando entre rabia y miedo.

Me quedo callada. Afuera, el sol de Jalisco arde sobre las tejas rojas del hospital, pero aquí adentro todo es frío. Pienso en mis hijos, en mi madre que apenas puede caminar desde que papá murió, en el rancho que apenas nos da para comer. Pienso en el diagnóstico: cáncer de mama avanzado. Pienso en el dinero que no tenemos, en las cuentas que se acumulan, en los sueños que se apagan.

—No sé, Mariana. No sé —repito, sintiendo cómo las lágrimas me queman los ojos.

Ella me abraza fuerte, como cuando éramos niñas y nos escondíamos debajo de la mesa para no escuchar los gritos de papá. Ahora los gritos son otros: los del miedo, la impotencia, la desesperanza.

—Vamos a salir de esta —me dice, pero ni ella misma lo cree.

Esa noche no puedo dormir. Escucho a las enfermeras reírse bajito en el pasillo y pienso en todo lo que he perdido. Recuerdo cuando era joven y soñaba con estudiar medicina; ahora soy yo la paciente, una más entre tantas mujeres olvidadas por el sistema de salud pública. Recuerdo a Javier, mi esposo, que se fue hace dos años a buscar trabajo a Estados Unidos y nunca volvió. Recuerdo las promesas rotas y las cartas sin respuesta.

A la mañana siguiente, mamá llega al hospital. Su rostro está surcado por arrugas profundas y sus manos tiemblan al acariciarme el cabello.

—¿Por qué no me dijiste nada, mija? —me pregunta con voz cansada.

—No quería que sufrieras —le respondo, y ella llora en silencio.

Los días pasan lentos. Mariana se encarga de los niños y del rancho. Yo veo cómo mi cuerpo se debilita con cada quimioterapia. El dinero se acaba rápido: vendemos la vaca, luego el televisor viejo, luego las pocas joyas de mamá. A veces pienso que sería más fácil rendirse, dejarme llevar por el dolor y el cansancio. Pero entonces veo a mis hijos dibujando corazones en las cartas que me traen al hospital y encuentro fuerzas donde ya no creía tenerlas.

Un día llega Javier. Flaco, ojeroso, con la ropa gastada y una mirada que no reconozco. No sé si abrazarlo o reclamarle por su abandono.

—Perdóname, Lucía —me dice apenas entra—. No sabía cómo volver después de todo lo que pasó allá.

—¿Y crees que aquí fue fácil? —le respondo con rabia contenida—. Nos dejaste solas cuando más te necesitábamos.

Javier baja la cabeza. Mariana lo mira con desprecio desde la puerta.

—Ahora quiere regresar como si nada —susurra ella cuando él sale al pasillo.

Esa noche discutimos hasta quedarnos sin voz. Javier me cuenta del trabajo mal pagado en una fábrica de Texas, del miedo a ser deportado, de las noches durmiendo en la calle. Yo le cuento del cáncer, del hambre, del dolor de ver a nuestros hijos preguntar por él cada noche.

—No sé si puedo perdonarte —le digo al final—. Pero tampoco quiero morir odiándote.

Él llora por primera vez desde que lo conozco.

Las semanas pasan entre tratamientos y visitas al hospital público de Guadalajara porque aquí ya no hay medicinas suficientes. Mariana organiza una colecta en el pueblo; las vecinas traen tortillas, frijoles, unos cuantos billetes arrugados. La iglesia hace una misa para pedir por mi salud. Siento vergüenza y gratitud al mismo tiempo.

Un día, mientras espero mi turno para la radioterapia, escucho a una mujer joven llorar en el baño del hospital.

—¿Estás bien? —le pregunto al salir.

—Me dijeron que tengo leucemia —me responde entre sollozos—. No sé cómo voy a pagar el tratamiento.

Nos abrazamos sin conocernos. En ese momento entiendo que no estoy sola; somos miles las mujeres luchando contra enfermedades y pobreza en silencio, invisibles para un país que solo recuerda a sus mujeres cuando ya es demasiado tarde.

Mi salud mejora un poco después de varios meses. Los médicos dicen que es milagro; yo creo que es terquedad y amor de madre. Javier consigue trabajo como albañil en el pueblo y empieza a reconstruir nuestra casa poco a poco. Mariana vuelve a sonreír y mamá reza todas las noches frente al altar improvisado con veladoras y flores secas.

Pero nada vuelve a ser igual. La enfermedad deja cicatrices profundas: físicas, emocionales y económicas. Mis hijos han crecido demasiado rápido; yo he envejecido diez años en uno solo.

Una tarde, mientras riego las plantas del patio con mis manos temblorosas, Mariana se sienta a mi lado.

—¿Te arrepientes de algo? —me pregunta suavemente.

Pienso en todo lo perdido y lo ganado; en los silencios que nos separaron y en los abrazos que nos unieron.

—Tal vez solo me arrepiento de haber callado tanto tiempo —le respondo—. Si hubiera hablado antes…

Ella me toma la mano y juntas miramos cómo el sol se esconde detrás de los cerros.

Ahora me pregunto: ¿cuántas mujeres más callan su dolor por miedo o vergüenza? ¿Cuántas familias sobreviven día a día entre la enfermedad y la pobreza sin ser escuchadas? ¿Qué harías tú si tuvieras que elegir entre tu salud y el bienestar de tu familia?