Sombras del pasado: un drama en la puerta de casa
—¡¿Dónde estabas, Tomás?! —La voz de Lucía me atravesó apenas crucé la puerta del departamento, en ese edificio antiguo de San Telmo donde los pisos crujen y las paredes parecen guardar secretos. El reloj marcaba las once y media; la ciudad afuera seguía viva, pero adentro, el aire era denso, casi irrespirable.
Me quedé parado en el umbral, con la mochila colgando del hombro y el cansancio pegado a la piel. No tenía fuerzas para inventar excusas. —Se me hizo tarde en el taller —murmuré, evitando su mirada. Sabía que no era solo el reloj lo que nos separaba esa noche.
Lucía se apoyó en el marco de la cocina, brazos cruzados, ojos brillando de rabia y preocupación. —Siempre lo mismo, Tomás. ¿Otra vez con esos amigos tuyos? ¿Otra vez escapando?
No respondí. El silencio se llenó con el zumbido del televisor encendido en el cuarto de los chicos. Martina y Julián ya debían estar dormidos, pero yo sentía su presencia como un peso más sobre mis hombros. Caminé hasta la mesa y me dejé caer en una silla. Lucía sirvió un plato de milanesas frías y arroz, lo dejó frente a mí sin decir palabra y se fue al baño. El portazo retumbó en mi pecho.
Mientras comía a desgano, mi mente viajaba atrás, a esos días en que todo parecía más simple. Cuando Lucía y yo nos conocimos en la facultad, soñábamos con cambiar el mundo. Pero la vida se encargó de mostrarnos que los sueños pesan cuando hay cuentas que pagar y niños que alimentar.
El taller mecánico donde trabajo es mi refugio y mi condena. Allí paso horas arreglando autos viejos, escuchando historias ajenas para no enfrentar las mías. Pero hoy, algo distinto había pasado: apareció Ricardo, un viejo amigo de la infancia, trayendo consigo no solo un auto destartalado sino también recuerdos que preferiría enterrar.
—Che, Tomi —me dijo Ricardo mientras buscaba algo en la guantera—, ¿te acordás de aquella noche en el barrio? Cuando todo cambió…
Sentí un escalofrío. No quería hablar de eso. No quería recordar cómo mi hermano menor terminó preso por culpa de una pelea absurda en una esquina cualquiera de Avellaneda. Ni cómo yo me fui alejando de mi familia para no cargar con esa culpa.
—No es momento para eso —le corté seco—. Mejor decime qué le pasa al auto.
Pero Ricardo insistió. —No podés seguir escapando toda la vida, Tomás. Algún día vas a tener que volver a mirar atrás.
Ahora, sentado frente al plato frío, las palabras de Ricardo me taladraban la cabeza. Lucía salió del baño con los ojos rojos. Se sentó frente a mí y habló bajito:
—No puedo más con esto, Tomás. No puedo seguir fingiendo que todo está bien cuando cada día te siento más lejos.
La miré por primera vez esa noche. Vi en sus ojos el reflejo de mi propio cansancio, mi propia derrota. Quise decirle que la amaba, que todo lo hacía por ella y por los chicos, pero las palabras se me atragantaron.
—¿Por qué no hablás conmigo? —insistió—. ¿Qué te pasa? ¿Qué te duele tanto?
Me levanté bruscamente y fui al balcón. La ciudad seguía rugiendo allá abajo: bocinas, risas, algún grito perdido en la madrugada. Saqué un cigarrillo aunque había prometido dejarlo. Sentí a Lucía detrás mío.
—¿Es por tu hermano? —preguntó en voz baja—. ¿Por lo que pasó aquella noche?
Me di vuelta sorprendido. Ella nunca hablaba de eso. Siempre había respetado mi silencio.
—No puedo olvidarlo —confesé por fin—. Siento que si hubiera hecho algo distinto… si no me hubiera ido esa noche…
Lucía me abrazó por la espalda. Por primera vez en mucho tiempo sentí que podía llorar.
—No sos el único que carga con culpas —susurró—. Yo también tengo miedo todos los días: miedo a perderte, miedo a que te vayas como tu hermano…
Nos quedamos así un rato largo, escuchando el murmullo lejano de la ciudad y el latido acelerado de nuestros corazones.
Al día siguiente, mientras desayunábamos en silencio, Martina entró corriendo con una nota del colegio: necesitaban plata para una excursión. Julián lloriqueaba porque no encontraba su campera. La rutina nos arrastró otra vez como una corriente imparable.
En el taller, Ricardo volvió a aparecer. Esta vez traía noticias: mi hermano podría salir en libertad condicional si alguien de la familia se presentaba como garante.
—Tenés que ir vos, Tomás —me dijo serio—. Sos el único que puede hacerlo.
Sentí miedo. Miedo a enfrentar a mi madre después de tantos años sin verla; miedo a mirar a mi hermano a los ojos y ver todo lo que perdimos.
Esa noche le conté todo a Lucía. Lloramos juntos por primera vez desde hacía años.
—Tenés que hacerlo —me dijo ella—. Por vos, por él… por nosotros.
El día que fui al penal de Ezeiza sentí que llevaba encima todo el peso del pasado. Mi madre me abrazó sin reproches; mi hermano lloró como un chico cuando me vio entrar.
—Perdoname —me dijo entre sollozos—. Yo arruiné todo…
—No —le respondí—. Los dos nos equivocamos… pero todavía estamos a tiempo.
Volví a casa esa noche con una sensación extraña: alivio y miedo mezclados en partes iguales. Lucía me esperaba despierta; los chicos dormían abrazados en el sillón.
Nos miramos largo rato sin hablar. Sabíamos que nada sería fácil; que las heridas tardan en cerrar y los fantasmas nunca desaparecen del todo.
Pero también sabíamos que juntos podíamos intentarlo una vez más.
A veces me pregunto si realmente podemos dejar atrás el pasado o si estamos condenados a repetirlo una y otra vez… ¿Ustedes qué piensan? ¿Se puede perdonar y seguir adelante o hay heridas que nunca sanan?