Sombras en el pasillo: Mi vida con mamá
—¡Mamá, por favor, no te levantes sola! —grité desde la cocina, mientras el olor a café quemado llenaba el aire y el llanto de Camila retumbaba en el cuarto de al lado. El bastón de mi madre golpeó el suelo del pasillo, lento y torpe, como si cada paso fuera una batalla perdida. Desde que tuvo el derrame cerebral, hace seis meses, mi casa en Guadalajara dejó de ser mía. Ahora era un campo de guerra: yo contra la culpa, yo contra el cansancio, yo contra los recuerdos que nunca quise enfrentar.
Mi madre, Teresa, siempre fue dura. «En esta vida nadie te regala nada», repetía mientras me enseñaba a hacer tortillas a mano, con las palmas rojas de tanto amasar. Pero ahora sus manos tiemblan y su voz se apaga. A veces me mira como si no me reconociera. Otras veces, como si quisiera decirme algo que lleva años guardando.
—¿Por qué no me llevas al parque? —me preguntó una tarde, con la voz quebrada.
—Mamá, no puedo dejar sola a Camila y tengo que trabajar —le respondí, sintiendo cómo la rabia me subía por la garganta.
Camila, mi hija de 13 años, se encierra en su cuarto con los audífonos puestos. No soporta ver a su abuela así. «¿Por qué tiene que vivir aquí?», me preguntó una noche, con los ojos llenos de lágrimas. No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle que la vida a veces te obliga a elegir entre dos personas que amas?
Las noches son las peores. Escucho los pasos arrastrados de mi madre por el pasillo y siento miedo. Miedo de que se caiga. Miedo de perderla. Miedo de convertirme en ella. Porque a veces, cuando me miro al espejo después de bañarla o darle de comer, veo su rostro en el mío: cansado, endurecido por los años y las renuncias.
Un día encontré a mi madre llorando en la sala. Tenía una foto en las manos: era yo, con mi papá y ella, en la playa de Manzanillo. Mi papá murió cuando yo tenía diez años. Desde entonces, mamá se volvió aún más dura. Nunca hablamos de él. Nunca hablamos de nada importante.
—¿Por qué lloras? —le pregunté, sentándome a su lado.
—Porque nunca te dije la verdad —susurró.
Me quedé helada. ¿La verdad sobre qué? Pero no dijo más. Solo apretó la foto contra el pecho y cerró los ojos.
Esa noche no pude dormir. Recordé todas las veces que quise abrazarla y ella me apartó con un gesto brusco. Recordé cuando le dije que estaba embarazada de Camila y me gritó que había arruinado mi vida. Recordé cómo nunca me defendió cuando mi tío intentó tocarme en una fiesta familiar; cómo después fingió que no había pasado nada.
El resentimiento me quemaba por dentro. Pero ahora ella dependía de mí para todo: para bañarse, para comer, para ir al baño. A veces sentía ganas de gritarle: «¡Tú me fallaste primero!» Pero solo le daba la medicina y le acomodaba las almohadas.
Un domingo por la tarde, mientras Camila hacía tarea en la mesa y yo lavaba los trastes, escuché un golpe seco en el pasillo. Corrí y encontré a mi madre tirada en el suelo, sangrando de la cabeza.
—¡Camila, llama a una ambulancia! —grité desesperada.
En el hospital, mientras los doctores cosían la herida de mi madre, sentí que todo se desmoronaba. ¿Y si se moría? ¿Y si nunca podía perdonarla ni decirle lo que sentía?
Esa noche dormimos las dos en una silla incómoda junto a su cama. Camila me tomó la mano por primera vez en meses.
—¿Tú también tienes miedo? —me preguntó en voz baja.
—Sí —le respondí—. Mucho.
Cuando mi madre despertó, tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Perdóname —susurró—. No supe cómo cuidarte… ni cómo protegerte.
Lloré como no lo hacía desde niña. La abracé torpemente, sintiendo sus huesos frágiles bajo mis manos.
Los días siguientes fueron distintos. Empezamos a hablar del pasado: del papá, del tío, del miedo y del dolor. No todo se resolvió; hay heridas que nunca cierran del todo. Pero algo cambió entre nosotras.
Camila también empezó a acercarse a su abuela. Le enseñó a usar el celular para ver videos de perritos y juntas hacían sopa instantánea cuando yo llegaba tarde del trabajo.
A veces todavía siento rabia y cansancio. A veces quisiera huir y dejarlo todo atrás. Pero también sé que este amor imperfecto es lo único que nos queda.
Ahora, cada vez que escucho los pasos lentos de mi madre en el pasillo, ya no siento miedo: siento compasión… y un poco de esperanza.
¿Será posible sanar lo que nunca se dijo? ¿Cuántas familias viven atrapadas entre el amor y el resentimiento? ¿Ustedes también han sentido ese peso invisible en casa?