Sombras en la casa junto al mar
—¡Danusa, ven rápido!— La voz de la señora Krystyna temblaba al otro lado del teléfono, como si el viento salado que azotaba la caleta se hubiera colado en su garganta. Eran casi las dos de la madrugada y yo apenas había terminado de lavar los platos del zancocho que preparó mi suegra, doña Teresa. Afuera, el mar rugía como un animal herido y la brisa se colaba por las rendijas de la vieja casa de madera.
Miré a Teresa, que seguía sentada en la mesa, con la mirada perdida en el mantel floreado. —¿Quién era?— preguntó sin apartar los ojos del vacío. —Krystyna— respondí, sintiendo un escalofrío. —Dice que vaya ahora mismo.
Teresa suspiró, como si supiera algo que yo no. —No vayas sola. Llama a tu hermano— murmuró, pero yo ya estaba poniéndome el chaleco grueso y buscando las llaves. Mi hermano Tomás vivía a dos cuadras, pero a esa hora no iba a contestar ni aunque se cayera el mundo.
Salí a la calle. El viento me azotó la cara y el olor a algas podridas me revolvió el estómago. Caminé rápido por las callecitas empedradas, pasando frente a casas cerradas donde apenas se filtraba una luz amarilla tras las cortinas. Al llegar a la casa de Krystyna, vi que la puerta estaba entreabierta y una sombra se movía adentro.
—¡Krystyna!— llamé con voz temblorosa.
Ella apareció en el umbral, con los ojos desorbitados y el pelo revuelto. —Danusa, perdona que te llame así… pero es que escuché ruidos en tu casa. Vi una sombra pasar por la ventana del segundo piso. Pensé que era tu marido, pero… ¿no está trabajando en el turno de noche?
Sentí un nudo en el estómago. Mi esposo, Mauricio, estaba en la planta pesquera desde hacía días, haciendo dobles turnos para juntar plata para los útiles escolares de los niños. —No hay nadie más en casa— murmuré, sintiendo cómo la piel se me erizaba.
Krystyna me tomó del brazo. —No vayas sola, Danusa. Aquí pasan cosas raras desde que llegó esa carta para tu suegra.
La carta. Hacía una semana había llegado un sobre sin remitente, con un sello extranjero y una letra temblorosa. Teresa lo había guardado bajo llave y desde entonces andaba más callada que nunca.
—Voy a ver qué pasa— dije, tratando de sonar valiente. Krystyna insistió en acompañarme y juntas volvimos a mi casa, con el corazón golpeando fuerte.
La puerta estaba cerrada como la dejé, pero al entrar sentí un frío extraño, como si alguien hubiera abierto todas las ventanas. Subimos despacio las escaleras; cada peldaño crujía como si protestara por nuestro atrevimiento.
En el cuarto de arriba no había nadie, pero la ventana estaba abierta de par en par y sobre la cama había huellas de barro fresco. Krystyna se persignó y murmuró algo en polaco. Yo me acerqué al ropero y vi que la caja donde Teresa guardaba sus cartas estaba abierta.
Bajamos corriendo. Teresa seguía en la mesa, pero ahora tenía la carta en las manos y lloraba en silencio.
—¿Qué pasa, Teresa?— pregunté con voz suave.
Ella levantó la vista y por primera vez vi miedo en sus ojos. —Esa carta… es de mi hermana Lucía. Pensé que estaba muerta hace años. Pero ahora dice que viene a buscar lo que es suyo.
Krystyna me miró con los ojos muy abiertos. —¿Tu hermana? ¿La que se fue a Argentina después de la pelea por la herencia?
Teresa asintió. —Nunca debí quedarme con esta casa… pero era lo único que tenía para mis hijos.
Sentí rabia y compasión al mismo tiempo. Mi suegra siempre había sido dura, pero ahora parecía una niña asustada.
—¿Y si fue Lucía quien entró?— pregunté en voz baja.
Teresa negó con la cabeza. —Lucía nunca haría eso… Pero su hijo sí podría. Siempre dijo que esta casa le pertenecía por derecho.
El miedo se transformó en enojo. ¿Tantos años de sacrificio para terminar así? Recordé todas las veces que Mauricio tuvo que salir a pescar bajo tormenta porque no alcanzaba para pagar las cuentas; todas las veces que yo misma vendí empanadas en la feria para juntar unas monedas.
Krystyna nos miraba como si viera fantasmas. —Tienen que hablar con Lucía antes de que esto se ponga peor— dijo.
Esa noche no dormí. Me quedé sentada junto a Teresa, escuchando cómo el mar golpeaba las rocas y pensando en todo lo que habíamos callado durante años: los resentimientos, los secretos, las culpas heredadas como muebles viejos.
A la mañana siguiente, Mauricio llegó temprano, ojeroso y con olor a salitre. Le conté lo sucedido y al principio no me creyó. Pero cuando vio las huellas de barro y la carta abierta, su expresión cambió.
—Siempre supe que esto iba a pasar— murmuró.—Mi tía Lucía nunca perdonó a mamá por lo de la casa.
Decidimos ir juntos a buscarla al pueblo vecino donde decían que vivía ahora. El camino era largo y polvoriento; los cerros parecían observarnos con sus sombras alargadas.
Cuando llegamos a su casa, Lucía nos recibió con una mezcla de sorpresa y desconfianza. Era una mujer alta, de mirada dura pero cansada.
—¿A qué vienen?— preguntó sin rodeos.
Mauricio le mostró la carta.—Queremos saber qué busca realmente.
Lucía suspiró.—No quiero pelear por ladrillos ni maderas viejas… Solo quiero que mi hermana reconozca lo que hizo. Que pida perdón.
Volvimos esa tarde con el corazón apretado. Teresa escuchó todo en silencio y luego se levantó despacio.—He cargado con esto toda mi vida… Tal vez ya es hora de soltarlo.
Esa noche hubo reunión familiar. Entre lágrimas y reproches, Teresa y Lucía se abrazaron después de décadas de silencio. No resolvimos todos los problemas, pero algo cambió: las sombras ya no parecían tan amenazantes.
Ahora, cuando escucho el mar desde mi ventana, me pregunto cuántas familias viven atrapadas por secretos antiguos; cuántas casas guardan historias esperando ser contadas o perdonadas.
¿Y ustedes? ¿Qué harían si tuvieran que elegir entre proteger a su familia o enfrentar verdades dolorosas del pasado?