¿Soy solo la cocinera de mi propia casa?

—¿Otra vez la carne está seca, Lucía? —La voz de mi suegra, Donatila, corta el aire como un cuchillo afilado. Siento el calor del horno en la cara y el frío de su mirada en la nuca. Mi suegro, Ernesto, ni siquiera levanta la vista del celular. Julián, mi esposo, sonríe incómodo y se sirve más ensalada, como si así pudiera evitar el conflicto que arde en el centro de la mesa.

No sé en qué momento mi casa dejó de ser mi refugio para convertirse en un escenario donde actúo el papel de la perfecta anfitriona. Cada sábado, desde hace tres años, Donatila y Ernesto llegan a las doce en punto con sus expectativas y críticas envueltas en papel celofán. Yo los recibo con mate y medialunas, aunque preferiría estar en jogging mirando una serie. Pero no: me pongo el delantal, me ato el pelo y sonrío. «Así son las cosas», me repito. «Así es la familia».

Pero hoy, mientras recojo los platos y escucho a Donatila contar por enésima vez cómo ella hacía el asado perfecto para veinte personas sin despeinarse, algo dentro mío se quiebra. Siento las lágrimas arder detrás de los ojos. ¿Por qué nadie ve lo cansada que estoy? ¿Por qué Julián nunca dice nada?

—¿Te ayudo con algo? —me pregunta él desde la puerta de la cocina, pero su tono es más automático que sincero.

—No, está bien —respondo con voz baja, casi inaudible. Pero por dentro grito: «¡Ayudame! ¡Defendeme! ¡Deciles que esto no es justo!»

Mientras lavo los platos, escucho las risas del living. Donatila le cuenta a Ernesto cómo su vecina de toda la vida consiguió que su nuera le cocine todos los domingos sin chistar. Siento que hablan de mí sin nombrarme. Me seco las manos y me miro en el reflejo de la ventana: ojeras profundas, pelo recogido a las apuradas, una sonrisa que ya no reconozco.

Recuerdo cuando Julián y yo nos mudamos a este departamento en Caballito. Era nuestro sueño: paredes blancas, muebles elegidos juntos, promesas de domingos tranquilos y desayunos en la cama. Pero pronto llegaron las visitas semanales y con ellas, las comparaciones: «En mi época…», «Cuando yo tenía tu edad…», «Eso no se hace así».

Una vez intenté hablarlo con Julián:

—Me siento invisible cuando están tus papás —le dije una noche, después de que se fueron.

—No exageres, Lu. Son así nomás. No te lo tomes personal —me respondió mientras miraba fútbol.

No lo entiende. Nadie lo entiende. Ni siquiera mis amigas: «Agradecé que tenés suegros presentes», me dicen. Pero yo no quiero presencia; quiero respeto.

Hoy decido hacer algo diferente. Cuando Donatila se acerca a la cocina para darme otra lección sobre cómo limpiar la mesada, la miro a los ojos.

—Donatila, ¿le puedo pedir un favor? —le digo con voz temblorosa pero firme.

Ella se sorprende. Ernesto levanta la vista del celular. Julián deja el tenedor en el plato.

—¿Por qué no descansan un rato en el living? Yo necesito un momento sola —digo.

El silencio es pesado. Donatila frunce el ceño pero asiente. Ernesto murmura algo sobre el partido de Boca. Julián me mira como si no me reconociera.

Cuando se van al living, me siento en una silla y lloro en silencio. No sé si hice bien o mal, pero por primera vez en mucho tiempo sentí que mi voz salía del fondo del pozo donde la había enterrado.

Esa noche, después de que mis suegros se van y Julián cierra la puerta, me acerco a él.

—Julián, necesito que hablemos —le digo.

Él suspira, cansado.

—¿Otra vez lo mismo?

—No es lo mismo —le respondo—. Es mi vida. Es nuestra casa. No quiero ser solo la cocinera o la empleada cuando vienen tus papás. Quiero sentirme respetada acá adentro.

Julián me mira largo rato. Por primera vez veo duda en sus ojos.

—No sabía que te sentías así —admite al fin.

—Nunca preguntaste —le digo bajito.

Esa noche dormimos espalda con espalda. Pero al día siguiente Julián me sorprende: llama a su mamá y le dice que el próximo sábado vamos a salir los dos solos, que necesitamos tiempo para nosotros. Donatila se ofende; Ernesto corta rápido. Yo siento culpa y alivio al mismo tiempo.

El sábado siguiente desayunamos juntos en pijama. Julián me abraza y me pide perdón por no haber visto antes lo que pasaba. Yo lloro otra vez, pero esta vez es distinto: lloro porque siento que recupero un pedacito de mí misma.

Sé que no será fácil cambiar años de costumbres y mandatos familiares. Sé que Donatila va a seguir criticando y Ernesto va a seguir ignorando todo lo que no sea fútbol o política. Pero también sé que merezco ser más que una sombra detrás de los platos sucios.

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres más viven así, callando para no molestar? ¿Cuántas veces nos olvidamos de nosotras mismas por complacer a otros? ¿Y cuándo llega el momento de decir basta?