¿Soy solo un cajero automático? Mi lucha por recuperar mi vida después de años de sacrificio por mi familia

—¿Y ahora qué más quieres, mamá? —La voz de Lucía, mi hija menor, retumba en la sala, cargada de fastidio. Siento que el aire se espesa entre nosotras. Acabo de llegar del banco, después de retirar lo poco que me queda de los ahorros de veinte años trabajando como empleada doméstica en Buenos Aires. Veinte años limpiando casas ajenas, soportando miradas de superioridad y noches de soledad, todo para que mis hijas tuvieran lo que yo nunca tuve en Lima.

—Solo quería saber si ya pagaste la matrícula de la universidad —le digo, con la voz temblorosa. Pero Lucía ni siquiera me mira. Está pegada al celular, chateando con sus amigas. Al fondo, escucho a mi otra hija, Mariana, discutiendo con su esposo sobre el dinero para la fiesta de cumpleaños de su hijo. Nadie pregunta cómo estoy yo. Nadie me abraza ni me dice «gracias».

Recuerdo el día en que crucé la frontera hacia Argentina. Tenía miedo, pero también esperanza. Mi esposo, Javier, había muerto en un accidente de colectivo y yo quedé sola con dos niñas pequeñas. No había trabajo en Lima, así que acepté la oferta de una vecina para irme a Buenos Aires. «Solo serán unos años», me prometí. Pero los años se hicieron décadas.

Cada mes enviaba remesas. Cada Navidad les mandaba cajas con ropa y juguetes. Me perdí sus cumpleaños, sus graduaciones, sus lágrimas y sus risas. Mariana siempre me decía por teléfono: «Mamá, eres la mejor. Gracias por todo». Pero ahora que estoy aquí, siento que soy invisible.

—Mamá, ¿me puedes prestar para el alquiler? —interrumpe Mariana desde la cocina—. Es que Pedro se quedó sin trabajo otra vez y no llegamos a fin de mes.

—Pero hija, ya te di para el colegio del niño y para la luz… —intento decirle.

—¡Ay, mamá! ¿Para qué trabajaste tanto entonces? —me corta Mariana—. ¿No era para ayudarnos?

Me quedo callada. Siento un nudo en la garganta. ¿Para esto sacrifiqué mi vida? ¿Para ser solo un cajero automático? Salgo al patio y me siento en la vieja banca de madera. El sol limeño calienta mi rostro, pero por dentro estoy helada.

Pienso en las noches en las que lloraba sola en una habitación prestada en Buenos Aires, abrazando una foto de mis hijas. Pensaba que algún día todo valdría la pena. Que cuando regresara a casa me recibirían con amor y orgullo. Pero ahora siento que no pertenezco ni aquí ni allá.

Una tarde, mientras preparo arroz con pollo —el plato favorito de Lucía— escucho a mis hijas hablando en voz baja:

—¿Y si mamá ya no puede mandarnos plata? —pregunta Lucía.

—Pues tendrá que buscar otro trabajo —responde Mariana—. No podemos vivir del aire.

Me duele escucharlas. Me duele más que cualquier cansancio físico. ¿En qué momento dejé de ser su madre para convertirme solo en su proveedora?

Un domingo decido hablar con ellas. Las llamo a la mesa y respiro hondo:

—Hijas, necesito decirles algo importante. Sé que siempre he estado para ustedes, pero también soy una persona. Estoy cansada y quiero vivir mis propios sueños ahora que estoy aquí.

Lucía pone los ojos en blanco. Mariana suspira con impaciencia.

—¿Y qué vamos a hacer nosotras? —pregunta Mariana—. ¿Nos vas a dejar tiradas?

—No las estoy dejando —respondo con lágrimas en los ojos—. Solo quiero que entiendan que también merezco respeto y cariño. No soy solo un cajero automático.

El silencio es pesado. Siento que mis palabras rebotan contra una pared invisible.

Esa noche no puedo dormir. Pienso en todas las madres migrantes que conozco: Rosa, que trabaja en Madrid y manda dinero a Ecuador; Carmen, que limpia casas en Santiago para mantener a sus hijos en Bolivia. Todas soñamos con volver y ser recibidas como heroínas, pero muchas veces solo encontramos exigencias y reproches.

Al día siguiente decido buscar ayuda. Voy al centro comunitario del barrio y encuentro un grupo de apoyo para mujeres retornadas. Allí escucho historias parecidas a la mía: madres que lo dieron todo y ahora luchan por recuperar su lugar en la familia.

Una señora llamada Teresa me dice:

—No estás sola, hermana. Tenemos derecho a vivir nuestra propia vida después de tanto sacrificio.

Sus palabras me dan fuerza. Empiezo a salir más, a tomar talleres de costura y manualidades. Poco a poco recupero mi autoestima.

Un día Mariana llega llorando:

—Mamá, perdóname… No me di cuenta de todo lo que hiciste por nosotras.

La abrazo fuerte. Sé que el camino será largo, pero al menos he dado el primer paso para sanar.

Ahora miro mi reflejo en el espejo y me pregunto: ¿Cuántas madres más están viviendo lo mismo? ¿Cuándo aprenderemos a valorar el sacrificio silencioso de quienes nos aman?

¿Y ustedes? ¿Alguna vez sintieron que su familia solo los ve como una fuente de dinero? ¿Qué harían para recuperar su dignidad?