¿Soy un estorbo en mi propio hogar?
—Mamá, ¿podemos hablar?— La voz de Camila retumbó en el pasillo, cortando el silencio de la tarde. Yo estaba sentada en el sillón de la sala, ese mismo donde tu padre y yo veíamos las noticias cada noche, y donde ahora sólo escucho el eco de mis propios pensamientos.
—Claro, hija, dime— respondí, aunque ya presentía que lo que venía no sería fácil.
Camila se sentó frente a mí, con esa mirada seria que heredó de su papá. —Mamá, mira… la situación está difícil. Yo y Julián necesitamos ahorrar para la casa y… bueno, pensé que podrías mudarte a una habitación más pequeña. Podríamos alquilar este departamento y así todos salimos ganando.
Sentí como si me hubieran arrancado el piso bajo los pies. ¿Mudarse? ¿Dejar el departamento donde viví con mi esposo, donde vi crecer a Camila? ¿Convertirme en inquilina de mi propia vida? El corazón me latía tan fuerte que apenas podía escucharla seguir hablando.
—Es sólo una sugerencia, mamá. No quiero que te sientas mal, pero…
No la dejé terminar. —¿Y qué haría yo en una habitación sola? ¿Dónde pondría tus fotos, los recuerdos de tu papá? ¿Dónde guardaría mis plantas, mis libros?
Camila suspiró. —Mamá, es sólo un lugar para dormir. Puedes venir aquí cuando quieras…
La interrumpí otra vez. —¿Y si no quiero irme? ¿Eso no cuenta?
Ella bajó la mirada. —Mamá, no lo tomes así…
Pero ya lo había tomado así. Sentí rabia, tristeza y una soledad tan grande que me ahogaba. Me levanté y fui a la cocina, fingiendo buscar algo en la alacena para no llorar frente a ella.
Esa noche no dormí. Me quedé mirando el techo, recordando cuando Camila era niña y corría por el pasillo con sus muñecas. Recordé las noches de tormenta en las que ella se metía en mi cama buscando refugio. ¿En qué momento me convertí en una carga para ella?
Al día siguiente, mi hermana Lucía vino a visitarme. Le conté todo entre lágrimas.
—No dejes que te saquen de tu casa, hermana— me dijo, apretando mi mano con fuerza—. Este es tu lugar. Tú lo construiste con tu esfuerzo y el de tu esposo.
Pero las palabras de Camila seguían rondando mi cabeza como un zumbido molesto. ¿Era egoísta por querer quedarme? ¿O era ella la egoísta por querer sacarme?
Pasaron los días y la tensión creció. Camila venía menos seguido y cuando venía apenas hablábamos. Una tarde llegó con Julián y me dijeron que ya habían visto una habitación en la colonia Narvarte, pequeña pero «acogedora» según ellos.
—Mamá, piensa en lo práctico— insistió Julián—. El dinero del alquiler nos ayudaría a todos.
No pude más y exploté.
—¿A todos? ¿O sólo a ustedes? Porque yo no veo cómo me ayuda a mí vivir encerrada en una habitación ajena, lejos de mis cosas y mis recuerdos.
Camila se puso roja y Julián intentó calmarla.
—No queremos hacerte daño, señora Rosa— dijo él—. Sólo pensamos que sería mejor para todos.
—¿Mejor para quién?— grité—. ¡Este es mi hogar! ¡Aquí viví toda mi vida! ¿Ahora resulta que soy un estorbo?
Salieron sin decir palabra. Me quedé sola otra vez, sintiendo que el mundo se me venía encima.
Esa noche llamé a mi amiga Marta, que vive en Guadalajara. Le conté todo y ella me escuchó en silencio.
—Rosa, aquí en México pasa mucho eso— me dijo—. Los hijos creen que los padres ya no tienen derecho a nada cuando envejecen. Pero tú tienes derecho a tu casa, a tu espacio, a tu dignidad.
Sus palabras me dieron fuerzas. Al día siguiente cité a Camila para hablar.
—Hija, escúchame bien— le dije con voz firme—. Este departamento es mi hogar. Aquí viví con tu padre, aquí creciste tú. No voy a irme a ninguna parte. Si necesitas ayuda económica, podemos buscar otra solución, pero no voy a dejar mi casa.
Camila lloró. Por primera vez vi en sus ojos no sólo frustración sino también miedo y cansancio.
—Perdóname, mamá— sollozó—. Es que siento tanta presión… Julián perdió su trabajo y yo apenas gano lo suficiente para pagar la guardería de Emiliano…
La abracé fuerte. Por fin entendí: detrás de su propuesta había miedo, desesperación y una sensación de ahogo igual a la mía.
—Vamos a salir adelante juntas— le dije—. Pero no me pidas que renuncie a lo único que me queda de tu papá y de nuestra familia.
Desde ese día las cosas cambiaron poco a poco. Camila empezó a venir más seguido; cocinamos juntas como antes y hasta jugamos con Emiliano en el parque cercano. Buscamos otras formas de ayudarles: vendí algunas cosas viejas por internet y ella consiguió un trabajo extra los fines de semana.
A veces todavía siento miedo de convertirme en un estorbo para mi propia hija. Pero aprendí que el amor también es poner límites y defender lo que uno ha construido con tanto esfuerzo.
Ahora me pregunto: ¿Cuántas madres y padres en Latinoamérica viven este mismo dilema? ¿Hasta dónde llega la ayuda familiar antes de convertirse en egoísmo disfrazado? ¿Qué harían ustedes si estuvieran en mi lugar?